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Dice Jesús Porta, neurólogo y vicepresidente de la Sociedad Española de Neurología (SEN), que después de la entrevista que le he hecho para escribir este reportaje tanto su cerebro como el mío han cambiado. «Espero que para bien», bromea. Por ende, cuando usted termine de leer este texto, el suyo también se habrá modificado de alguna forma. ¿Quiere saber por qué? Siga leyendo.
Hasta hace unas décadas se creía que nuestro cerebro era estático e inmutable, es decir, que nacíamos con un número determinado de neuronas y las perdíamos a medida que envejecíamos, sin generar nuevas en ningún momento. También se pensaba que la inteligencia se heredaba y no se podía potenciar. Sin embargo, estábamos muy equivocados.
Resulta que el sistema nervioso tiene una propiedad que le permite adaptarse continuamente a nuestras experiencias vitales, según han constatado las últimas investigaciones. Se llama neuroplasticidad y es la responsable de que podamos modificar nuestro cerebro, anatómica y fisiológicamente, en función de aquello que hacemos y pensamos, fortaleciendo o debilitando las sinapsis (conexiones) entre las neuronas. «Una persona que realice actividades intelectuales con frecuencia desarrollará aquellas áreas cerebrales vinculadas a la comprensión, la lectura, el lenguaje o la memoria a largo plazo mucho más que una alguien que jamás ha abierto un libro. En cambio, la actividad de un deportista profesional potenciará las zonas asociadas a los reflejos, la memoria de trabajo, la vista o el oído», expresa Ana Asensio, psicóloga, doctora en neurociencia y autora del libro recientemente publicado 'Vidas en Positivo' (Penguin Random House).
De este modo, la educación juega un pilar esencial en la codificación neuronal. «Un analfabeto, por lo que podemos intuir, tiene menos capacidades neuroplásticas que una persona ilustrada», comenta Porta. «Es algo que se ve con claridad en los usuarios con deterioro cognitivo. Aquellos que han tenido la suerte de optar a una educación en su juventud se mantienen mejor que quienes no han tenido dicha oportunidad». El neurólogo plantea un símil para aclararlo: «Salvando las distancias, es algo parecido a lo que ocurre con el deporte. Quien se ejercita más a nivel muscular en su juventud llega más fortalecido físicamente a la vejez que quien ha llevado una vida sedentaria».
Al fin y al cabo, el cerebro también es un músculo que hay que entrenar. ¿Cómo? A ser posible desde la infancia, porque es en esos años cuando es más plástico. La buena noticia es que la neurogénesis (nacimiento de nuevas neuronas) se mantiene toda la vida, independientemente de que se vaya perdiendo neuroplasticidad como resultado del envejecimiento. Eso quiere decir que, tenga la edad que tenga, todo lo que haga en beneficio de su cerebro le repercutirá favorablemente, tanto en el presente como en el futuro.
Las posibilidades son infinitas: aprender un idioma, jugar a las cartas, ir a un museo, al cine o al teatro, observar la naturaleza, escuchar música, cultivar plantas, dar un paseo, conversar o leer, entre otros. También hay gestos para trabajar la neuroplasticidad más específicamente. «Cambia las cosas de lugar en casa para fortalecer tu memoria y acordarte de dónde estaban, haz actividades con tu mano no predominante. Por ejemplo, si eres diestro, lávate los dientes o péinate con la mano izquierda», sugiere Asensio. «Todo lo que te saca de tu zona de confort fortalece tu neuroplasticidad».
Asimismo, puede optar por la reestructuración cognitiva. Muchas veces nos atascamos en la negatividad y el pesimismo. Eso también perjudica a nuestro cerebro que, en un intento de protegerse ante aquello que le puede dañar, segrega cortisol (hormona del estrés) de forma descontrolada. «Busca rutas alternativas de pensamiento, escribe cosas bonitas, medita, mímate, sonríe, intenta ver el lado bueno de las cosas. Todo eso le sienta bien a tu cerebro», dice la psicóloga. «Es cuestión de práctica, tú eres dueño de tu actitud. Incluso si te ves incapaz de hacerlo por ti mismo, hay solución. Pide orientación a los profesionales, que estamos ahí para ayudar», añade.
Por otro lado, «el ejercicio físico constante y la buena alimentación son esenciales para tener un cerebro sano», advierte el vicepresidente de la SEN.
La neuroplasticidad también tiene que ver con aspectos genéticos (epigenética). Esto significa que existen pequeñas moléculas que se agregan o eliminan de nuestro ADN en respuesta a los cambios en el entorno en el que vivimos. Por ejemplo, un sujeto puede heredar gran parte de su inteligencia de sus padres pero, si no tiene inquietudes o formas de potenciarla (acceso a una educación, lectura...), se anquilosará por la falta de uso.
Cabe destacar que el cerebro no solo evoluciona con aquello que le aportamos nosotros mismos, sino también con los estímulos que recibimos de los demás. ¿Sabía que a lo largo de la vida nos convertimos en la media de las cinco personas con las que más nos relacionamos? Somos como esponjas y absorbemos todo lo que recibimos del exterior. «La ciencia ha demostrado que tenemos unas neuronas en espejo que son las que nos facultan para imitar y aprender determinadas acciones, además de ayudarnos en la interacción social», declara Asensio. Eso sí, debemos elegir bien con quién pasamos el tiempo, pues las relaciones tóxicas también modifican nuestras redes neuronales, ¡pero atrofiándolas!
Otras causas más evidentes de deterioro son las lesiones cerebrales. Parecen irrecuperables, pero no siempre es así. «El cerebro es tan plástico que, si lo entrenas, aunque una zona se dañe otras partes del mismo pueden llegar a suplir esa función», explica Asensio.
Se aprecia, sobre todo, en las lesiones es sobrevenidas (ocurren de forma repentina), como un ictus o un traumatismo craneoencefálico. Como consecuencia, pueden aparecer alteraciones en el habla, la memoria, la percepción sensorial o la función motora. Capacidades recuperables, en muchos casos en su totalidad, tras la práctica de una rehabilitación intensiva durante un periodo prolongado.
Lo mismo aplica a otras patologías como: dislexia, dolor del miembro fantasma, distonía focal o afasia, entre otros, que presentan pronósticos buenos de rehabilitación por neuroplasticidad.
Cuando el daño es irreparable, el cerebro también busca alternativas. En las personas sin visión por lesión del nervio óptico, como el cerebro no puede apoyarse en este sentido para ver, potencia los demás. Así, los ciegos tienen una capacidad perceptiva, olfativa y auditiva mucho más desarrollada que los videntes. «Es a esos sentidos a los que se han 'trasladado' sus ojos gracias a la neuroplasticidad. Quizás no puedan ver colores, pero sí tonos de voz», sostiene Asensio.
Sin embargo, si la lesión tiene asociada una discapacidad intelectual, la plasticidad cerebral tiene poco que hacer. «En el autismo o el alzhéimer, por ejemplo, lo que puedo hacer es recuperar algunas funciones, pero hay un daño cualitativo que no se puede cambiar», señala la psicóloga. «En estas circunstancias se suele hablar con la familia, dado que el usuario no es consciente, para intentar frenar el avance de la lesión con mucho acompañamiento, perseverancia en el trabajo y ayuda profesional».
Después de conocer esta información, ¿cree que su cerebro sigue igual que cuando empezó a leer este texto?
Cómo fortalecer la neuroplasticidad
Si la época de la tierna infancia ya se le ha pasado, quizás esté a tiempo de aplicar este consejo con sus hijos, sobrinos o nietos. Todo lo que aprendemos desde pequeños nos codifica como personas porque modifica nuestro cerebro. Así, cuanto más aprendamos, más neuroplasticidad desarrollaremos. Motive a los más pequeños de la casa a ser curiosos, tener inquietudes, viajar, socializar, alimentarse bien y probar actividades nuevas.
Un consejo similar al anterior, pero para adultos. Consiste en mantener activa nuestra mente, ya sea haciendo un sudoku o regando las plantas. También es interesante ponerse retos, desde cambiar las cosas de lugar para prestar más atención sobre dónde las dejamos a lavarse los dientes con la otra mano. Leer, conversar, pintar, cocinar, escuchar música, cultivar tu propio huerto... las opciones son infinitas.
El cerebro está totalmente vinculado al cuerpo. Por ello, el ejercicio moderado es muy beneficioso. Al hacerlo, segregamos dopamina, serotonina y adrenalina, hormonas que regulan las emociones y alivian los síntomas de la ansiedad y la depresión. Además, previene la degeneración neuronal y mejora el rendimiento escolar. Para que sea efectivo debe practicarse de forma constante (al menos tres veces por semana durante 30 minutos).
La neurocientífica Raquel Marín destaca en su blog algunos alimentos que le «gustan» al cerebro. Entre ellos están: el pescado 'azul' (sardinas, salmón, atún), la verdura (espinacas, brócoli), los frutos rojos (fresa, mora, arándanos), los frutos secos (nueces, almendras), la cúrcuma, las semillas de lino y chía o el chocolate negro. Para beber, lo mejor es el agua y el té verde. A evitar: el exceso de alimentos ultraprocesados, la sal y el azúcar.
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José A. González y Leticia Aróstegui
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