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Al filo de junio y con el verano a la vuelta de la esquina, cae el bombazo de nuestros jefes. ¿Queréis iros a Europa una semana para contar cómo viajáis los jóvenes? Con los ojos a punto de salir de las órbitas y las mandíbulas desencajadas preguntamos: ¿nosotros dos?, ¿cuándo?, ¿cómo? Donde queráis, una semana. En veinte días marcháis para allá. Para ser exactos, acaban siendo diecinueve para decidir los países a visitar, reservar los alojamientos y organizar las conexiones de transporte. Lo más económico posible pero sin renunciar a vivir experiencias originales. Imposible. Es lo primero que pensamos, que la 'gracia' va a salir por un ojo de la cara con tan poco margen. Aviso a navegantes, por mucho que busquen, un viaje a dos semanas vista por Europa y con la inflación por las nubes no sale barato. Al menos, no como hace un par de años.
Ingenua de mí, lo primero que pienso es en cuánto equipaje llevar. Como si me fuese a una de esas vacaciones sosegadas en las que te paseas con la maleta por el hotel. «¿Una maleta? Ana, creo que no has entendido bien que vamos a visitar seis países en siete días. Tenemos que llevar la mochila a cuestas con lo mínimo».
Un poco desorientada sí que estaba, la verdad. El engranaje empieza a funcionar y nuestros historiales se atiborran de páginas de hostels (albergues juveniles), a poder ser cerca del centro para no perder tiempo, comparadores de autobuses y trenes y blogs de viajeros con curiosidades. Todo nuestro entorno nos recomienda que si aquí o allá, que esto es más barato, lo otro más original. Es la parte más difícil. Primero proponemos una ruta por Croacia y el sur de Europa, pero al final queda en papel mojado y gana la opción de los clásicos. Vamos a tiro hecho y escogemos destinos de moda entre los chavales que se van de interrail. A los pocos días, el itinerario ya está decidido: Viena, Budapest, Bratislava, Praga, Berlín y Amsterdam. Ida y vuelta a Bilbao. En total, más de 5.200 kilómetros.
Dos mochilas de 40 litros serán nuestro equipaje en esta aventura en la que esos 60x32x27 centímetros se convierten en una extensión del cuerpo. Diez kilos a la espalda que no dan para mucho. Así que hay objetos que quedan descartados a la primera. Como las planchas del pelo, de las que me acordaré cuando mi melena parezca la de Eduardo Manostijeras o la cámara instantánea de Pablo. Sí, hace fotos estilo retro muy bonitas, pero pesa un quintal y no estamos para tonterías. ¡Pero si solo los 'juguetitos' de Pablo ya ocupan media mochila!: micrófono y accesorios, batería externa, trípode, cámara y objetivo, tres baterías para la cámara, mini foco, cargadores y estuche con chorraditas varias para limpiar los aparatos. El portátil con el cargador y un móvil de repuesto.
Ahí es nada, porque esto no va solo de escribir esta crónica del viaje, también toca grabar, hacer fotos y crear contenido para Instagram y Tik Tok, que para eso estamos todo el día en redes sociales. Completan el equipaje dos pares de pantalones, una camiseta por día, ropa interior, un bañador y un par de vestidos. Los dos llevamos unas deportivas, otro calzado cómodo y unas chanclas. Una toalla de esas que caben en un puño, un neceser con lo mínimo y bolsas compresoras que organizan como un puzzle la mochila. También un par de pareos por si tenemos que dormir en algún sitio de dudosa salubridad y el imprescindible repelente de mosquitos de Pablo, un maníaco del asunto. Esta vez, al menos, es una talla de 100 mililitros pero hemos viajado con el bote de 600. Ese artefacto del demonio ha protagonizado alguno de los peores cruces de reproches que recordamos. Veremos esta vez. Y eso es todo.
370 euros
nos cuestan los billetes de avión de ida y vuelta para dos personas, lo más caro de todo el presupuesto.
Lo de los aviones es un asunto aparte. Empieza la 'clavada' y los primeros euros que ahorramos corresponden a los asientos. Si la idea es ir juntos, toca apoquinar, así que descartado. Podemos soportarlo. La mochila, por minúscula que nos parezca, no cabe debajo del asiento, así que hay que sumar el extra del equipaje en cabina. El primer vuelo (Bilbao-Viena) acaba saliendo por 106 euros. El de vuelta (Ámsterdam- Bilbao) por 176 euros, más 88 de las dos mochilas: 264 eurazos. ¿Y esto iba a ser 'low cost'? Menos mal que eran las compañías (WizzAir y Vueling) más baratas…
Después del encaje de bolillos, solo queda cruzar los dedos para que no nos deje tirados ninguno de los transportes. Mientras revisamos todo en casa en la víspera, la pantalla del móvil se ilumina y salta una notificación con la que damos un bote en la silla: «La OTAN planea ejercicios militares que afectan al espacio aéreo (...) Si su vuelo sufre alguna modificación, recibirá un correo». A punto de que la aguja marque las doce de la noche se confirma lo que en ese momento parece la gran catástrofe: retrasan hora y media el primer avión. Nos miramos y nos sale la risa nerviosa. Sólo teníamos una tarde para patear Viena, ahora tenemos hora y media menos... Así empieza nuestra aventura.
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