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Viajar a Europa del Este con la inflación fuera de órbita cambia mucho las cosas. Ya no es lo que era. Lo comentamos cada vez que toca sacar la tarjeta. Esto hace un par de años no era tan caro, ¿no? Así que los ojos nos hacen chiribitas cuando leemos la carta del tren en el que viajamos desde Bratislava a Praga. Un café y un cruasán fresco de jamón y queso por un euro. Nos miramos incrédulos. Cambio de planes, nada de restaurante, hoy comemos en el tren. Una ensalada César, un burrito de pollo y dos cafés nos sale por 6 euros.
Vamos a la caza del chollo y no somos los únicos. En la ciudad hacemos un freetour en petit comité con seis chavales de la zona del Retiro de Madrid. En ese grupo se mimetizan por completo. Todos con gorra hacia atrás, deportivas y calcetines altos blancos y riñonera negra cruzada a la espalda. Para hacer honor a la generación Z, cada tres palabras meten un 'bro' como sinónimo de 'tío'. Acaban de terminar la selectividad y algunos todavía no tienen los 18. «Nos han timado, 'bro', 4 euros por una botella de agua», nos cuentan en busca de la complicidad del resto. «Y encima querían propina», contesta otro riendo.
El presupuesto es el que es y no siempre da: «Yo no ceno, en serio, no me da la pasta, es comer o salir». Están haciendo el interrail –como para el grupillo de Bratislava, el descuento estatal de trenes llegó demasiado tarde– y tienen nuestro mismo itinerario: de Praga a Berlín y broche final en Ámsterdam. Eso sí, con el doble de días por delante. También nos acompaña una pareja de treintañeros de Castellón con la que comentamos la cantidad de tiendas de CBD–sustancia química de la marihuana con potencial terapéutico– que hay en pleno centro. Contamos hasta ocho en menos de cincuenta metros. «Bueno, es que a nosotros nos han ofrecido directamente un porro en la tienda, sin medias tintas», nos dicen. En total, somos diez. ¡Menuda diferencia con la marabunta de Viena! Nos presentamos, charlamos y hasta descubrimos que José, el guía, veranea en Comillas (Cantabria). Recorremos el barrio judío, los edificios más emblemáticos y vemos la famosa exhibición del reloj astronómico del antiguo Ayuntamiento con sus muñequitos para arriba y para abajo. La plaza está abarrotada. «Os va a cambiar la vida, veréis», ironiza el encargado del recorrido mientras cuenta que está incluido entre los espectáculos más decepcionantes del mundo. «Esto sería el TikTok del siglo XVI, a tope de dopamina y estímulos», dice uno de los madrileños.
En el capítulo de anécdotas, esa tarde nos quedamos encerrados en la habitación del hostel. En nuestro piso hay dos habitaciones, una para nosotros y otra para nuestros vecinos, y entre ellas un pasillo con un baño compartido y una cocina-comedor. Los techos son altísimos y las puertas, de esas antiquísimas que se abren con llaves muy pesadas en forma de tubo con una paleta al final. Un cartel en el baño avisa de que después de dos duchas seguidas hay que esperar un rato para volver a tener agua caliente. No es lo más cómodo del mundo, pero estamos en pleno corazón de la ciudad y cuesta la mitad que el hotel más básico. El problema llega cuando entramos al cuarto, echamos la llave y no conseguimos abrir. La cerradura cuesta y estamos quince minutos dale que te pego sin rematar el último giro. En recepción no nos cogen el teléfono y, sin mucha esperanza y no con poca vergüenza, les escribimos por WhatsApp. Me pongo terca e intento forzar la cerradura. «¡Ana, no seas bruta que te la vas a cargar!», me advierte Pablo. Pero, en vistas de que su técnica del buen hacer no ha funcionado... me lanzo y, tras un golpe, consigo abrirla. Esta vez, la fuerza gana a la maña. Avisamos de nuestro triunfo, pero a los pocos minutos aparece el recepcionista por la puerta. Se ríe, entra en la habitación y bromea con que si ahora nos quedamos encerrados, no hay forma de salir. Resulta que tenía truco y no somos los únicos pringados a los que tiene que rescatar.
Los bancos protagonizaron el segundo agobio del día. Solo diremos que no sean como nosotros y, por favor, lleven dinero en efectivo. Aquí, los mendas no lo llevamos encima jamás y, a pesar de tenerlo previsto, se nos olvidó en Bilbao. Es imposible sacar efectivo del cajero y hacer el cambio de euros a coronas checas sin pagar comisión. Huimos de los típicos cajeros para turistas y la mejor oferta que conseguimos en una entidad checa es un mazazo de un 12% de extra: casi 6 euros de más por alrededor de 42 euros.
Terminamos el día con el bar curioso de la jornada, un clásico ya en el viaje. Hoy toca el Výtopna Railway Restaurant, popularizado en redes sociales por su entramado de raíles y ferrocarriles con todo lujo de detalles, desde la cocina hasta cada una de las mesas, para transportar por las vías tu pedido. Nuestras hamburguesas y cervezas aparecen a modo de mercancía sobre los vagones. Es muy original y se aseguran la publicidad con sus vídeos para redes. Eso sí, reserven con antelación. Está hasta los topes.
Hotel + tasa turística: 94 euros
Desayuno (x2), comida y cena: 62,25 euros
Transporte: 59,62 euros
Free tour y dulce típico24,22 euros
Total: 241,09 euros
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