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Con la legaña todavía pegada al ojo, bajamos del tren con un objetivo claro: encontrar un baño público en el que asearnos y cambiarnos. Lo de la ducha queda descartado, pero urge quitarnos la ropa con la que hemos dormido. Tenemos suerte porque los baños de la estación son súper grandes y están impolutos. ¡Normal, no son ni las ocho de la mañana! Agua, desodorante, ropa limpia, mochila a la taquilla de la estación... y a la calle. Eso sí, primero un café más grande que nuestras cabezas mientras, con una empanada monumental, miramos a través de una cristalera enorme una hilera de personas que pedalean a toda prisa sobre sus bicicletas. No pasa ni una hora y necesitamos dosis extra de cafeína. Remontar la noche del tren va a ser complicado. El cansancio aprieta. Mucho. A cuestas, siete días intensos de aquí para allá y hoy, siendo optimistas, habremos dormido cuatro horas.
A las 10.00 horas arranca nuestro freetour con Jonatan al mando, un músico mexicano de melena despeinada que vive en la capital del Países Bajos desde hace más de una década. Tras las explicaciones sobre las fachadas inclinadas por los canales, una buena dosis de historia, la idiosincrasia de los holandeses y demás curiosidades, llegamos a la Plaza Dam. Paramos diez minutos para la explicación y me quiero morir cuando veo a Pablo enfrente de mí dormido con la boca abierta. Eso por sentarse. Porque, a decir verdad, si pongo el culo en el suelo, yo también caigo. Me da una vergüenza tremenda, pobre guía, seguro que le ha visto. No roncó, pero le faltó poco.
Para comer probamos lo más típico: las Bitterballen, un tentempié similar a las croquetas hecho de carne picada, harina, mantequilla, perejil, sal y pimienta y el stamppot (un puré de patata con verduras) junto a una albóndiga gigante. Ahora sí, no podemos más. Recogemos las mochilas de la estación y vamos a nuestro hotel cápsula. Porque sí, hoy dormimos en un alojamiento un poco especial. Queríamos probar la experiencia, pero no fue fácil. Si están interesados, busquen con tiempo. Agotados todos los de este tipo en Berlín, Praga, Viena, Budapest... imposible.
Está en el conocido barrio de los museos y es una especie de cápsula vintage. Por fuera es como una casita de muñecas, una pared blanca repleta de habitaciones en dos alturas, con el número de la habitación en azul marino y un corazón rojo diminuto en la puerta. Las cortinas son como la típica tela a cuadros rojaos y blancos de tarro de mermelada. La nuestra está en la fila superior, así que subimos por una escalerita de madera. Dentro, todo el suelo está cubierto por el colchón, salvo un palmo a la entrada. En total, cuatro metros cuadrados para dos personas (tres si es individual). Hace fresco porque el aire acondicionado está a tope. En el cabecero, una foto de Ámsterdam, un enchufe a cada lado y dos cuadros de mando desde los que cambiar el color y la intensidad de la luz de ese cubículo en el que no cabemos de pie (yo, justo de rodillas, ¡y eso que mido 1,60!). No es extremadamente pequeño, pero no es apto para claustrofóbicos. Y sí, puedes cambiar el ambiente con las luces led que bordean el techo: azul, verde,rojo, rosa,amarillo... Fuera, unos baños compartidos súper amplios, además de bar y comedor con jardín incluido en la planta de abajo. ¡Está genial! El colchón es súper cómodo y no nos podemos reprimir. Caemos redondos. Media hora de siesta que sabe a pura gloria. Pero hay que seguir viendo Ámsterdam.
Nos dedicamos a patear la ciudad, disfrutar de sus canales, descubrir la fachada más estrecha de la ciudad (¡sólo un metro!), recorrer el aparcamiento bajo el agua para más de 7.000 bicicletas y probar las patatas más famosas de la ciudad (Manneken Pis). Un cucurucho generoso por algo más de 6 euros. Con eso ya cenamos y nos vamos a nuestra última parada: el famosísimo Barrio Rojo. Nada más entrar un hombre nos grita desde la escalera de un club de alterne: «¡Entrad, aquí se folla como conejos!». Le miramos con desprecio. No puede evitar sentirme incómoda en ese ambiente. Callejones repletos de chicas jovencísimas que se contonean semidesnudas en una especie de escaparetes rodeados por luces rojas. Saludan y mandan besos para interpelar a los hombres. Las miradas de recelo se mezclan con los grupos de borrachos. Parece un capítulo de 'Black Mirror'. No podíamos no visitarlo, pero nos vamos con mal cuerpo y reflexionamos sobre la prostitución de vuelta al hostel.
Esto llega a su fin. Justo antes del vuelo de vuelta, decidimos alejarnos del centro e ir a Albert Cuyp, el mayor mercado diario al aire libre de Europa, con 260 puestos. Está en el corazón del barrio De Pijp y puedes encontrar de todo, ¡y mucho más barato! No te puedes ir sin probar los Stroopwafels, un par de galletas típicas de Países Bajos rellenas de caramelo o chocolate. También descansamos en un parque y vemos un ambiente reposado totalmente diferente al del centro. Ojalá tuviésemos más tiempo para disfrutarlo. ¿Y qué mejor manera que despedirse de un viaje que comprando queso? Cae el clásico holandés, pero con trufa. ¡Está buenísimo! Y, ahora sí, esta aventura ha terminado. Objetivo cumplido, seis países en siete días.
Hotel cápsula: 120 euros
Desayuno, comida, cena y cafés (dos días): 81,55 euros
Transporte: 29,8 euros
Freetour + taquilla estación 23 euros
Total: 254,35 euros
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Borja Crespo, Leticia Aróstegui y Sara I. Belled
José A. González
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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