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La miro a ella, mi bolsa. Luego miro mi lista. Luego a ella de nuevo y empiezo a tachar cosas del papelito. Mi santo, como dice Elvira Lindo, se ríe de mí. A mandíbula batiente. «¿Pero pensabas llevarte todo eso?». No sé si mi mirada de odio ha sido suficientemente penetrante. «Yo quitaría las deportivas y metería las chanclas». Parece que no.
– Sí, claro. Y si tengo frío en los pies, qué.
– Pues calcetines, como todo el mundo.
Profundizo la mirada de rencor. Calcetines. Como si fuera alemana, pero de metro y medio. Vaya movida. Suspiro y aparto las zapatillas. En serio he dicho que sí a este viaje. En realidad es una embarcada. Nos ha llamado el director mientras estábamos convalecientes por coronavirus para hacernos la propuesta. Hay que hacerse una ruta de 14 días en bicicleta. Y contarlo para el periódico, claro, que no son unas vacaciones pagadas. Elegimos hacer el Camino del Cid Campeador desde Vivar, tras su destierro, a Valencia, de la que se convirtió en rey. Eso supone pasar por las provincias de Burgos, Soria, Guadalajara, Teruel, Castellón y, finalmente, Valencia.
A juzgar por todo lo que hay esparcido en el salón, he dicho que sí. Siento un latigazo en el estómago. La culpa es del bicho, pienso... Cuando uno tiene fiebre y delira es mejor no cogerle el teléfono a nadie, ni al jefe. Pero lo hice. Y acabé diciéndole que claro, hombre, que me parecía una idea estupenda.
Y juro que lo pensaba de verdad. Hasta que me fui dando cuenta del asunto. Que sí, que es un viaje interesante en el que a buen seguro nos encontramos con mucho que contar, pero es que hay que llegar al destino todos y cada uno de los días. Y lo que no saben es que llevo meses sin entrenar en condiciones. Además voy ¡sin asistencia! Nada de coche escoba. Eso sí, voy con marido, y esto último no está mal del todo. O eso creo. A ver si vamos a acabar en divorcio... Hay risas ahogadas entre nuestros amigos al contárselo.
A ver, para serles sinceros, no es la primera vez que Gonzalo y yo nos vamos de vacaciones con las bicis. De hecho, es nuestro plan habitual: montañas, 'flacas', furgoneta y un cuartel general con ducha. Así que cuando el director lo planteó pensé: «Qué puede salir mal». Ahora ya tengo la respuesta: todo. Que me he creído yo que soy, no sé, un Mikel Landa, una van Vleuten, y luego voy con la cadena cruzada y el casco torcido. Y que tengo que llevar alforjas. ¡Alforjas! Yo, que no he hecho acampada en mi vida…
No, no soy una urbanita. Soy de pueblo. De pueblo, pueblo. De los de cuchar, ordeñar a mano y hacinar la hierba. Pero precisamente por eso, a mí mejor denme un butacón para ver las estrellas, que el suelo está muy duro y lleno de bichos.
Total, que sigo tachando cosas de la lista y pensando cómo voy a sobrevivir los próximos días con solo una muda y en chanclas con calcetines. Solo tengo una cosa clara: la crema solar se viene, a ver si también voy a acabar churruscada como un muniqués en Mallorca, pero sobria.
Llevo unos días haciendo cuentas y asumiendo que los 1.200 kilómetros que, a través del Camino del Cid, unen Vivar y Valencia están fuera de nuestro alcance. ¿He dicho nuestro? Recordadme que luego borre esto. Disponemos de dos semanas y partir del principio y llegar al final es algo innegociable. Siendo realista, creo que una media de 60 kilómetros nos permitiría llegar cada día a nuestro destino y tener tiempo para cumplir con la intendencia periodística: organizar las fotos, redactar las notas que vamos tomando a lo largo del la ruta y, sobre todo, pelear con las wifis rurales…
Con esos condicionantes, los puntos de partida y llegada, y el tiempo disponible y gracias a la ayuda de Alberto Luque, gerente del Consorcio del Camino del Cid (el organismo público dedicado a su mantenimiento y difusión), nos hicimos con un 'track' (un trayecto que poder cargar en el GPS que llevamos en la bici) que cumple nuestros requisitos y además combina asfalto y segmentos de campo a través.
La solución fue dividir el camino en dos mitades y realizar un traslado, un 'by-pass', entre Sigüenza, a donde llegaremos el séptimo día, y Molina de Aragón, desde donde comenzaremos el octavo. Serán algo más de 800 kilómetros. Suficiente, creo yo.
Vamos a viajar en la primera mitad de junio en un intento -fallido, ya veréis- de evitar el calor. Es, en teoría, la mejor época, y es que conviene evitar los rigores del verano, muy caluroso a lo largo de todo el recorrido.
Como tenemos la suerte de iniciar el viaje con los alojamientos reservados antes de partir podemos permitirnos el lujo de cargar con muy pocos bultos. No necesitamos llevar material de acampada. Y en esta ruta la ligereza es importante porque está lejos de ser un recorrido plano. Aunque empieza en Burgos, a 800 metros, y acaba en Valencia, al nivel del mar, eso solo quiere decir que una de las últimas etapas es claramente favorable. En nuestro caso disponemos de dos semanas, así que queremos aprovechar para ver la mayor cantidad posible de camino. Por otra parte, como pasa por muchas poblaciones en las que la infraestructura hostelera es mínima o inexistente, es mejor asegurar el tiro en ese sentido.
¿Qué bicicletas? Las que tenemos, así que decisión tomada. Quien me conoce sabe que si fuera necesario, me compraría otra, pero es que ya no me caben más bicis en el salón. Así que yo llevo mi 'gravel', que compré para entrenar por las pistas próximas cuando no tengo tiempo para realizar una salida más larga; Julia, por su parte, usará su veterana bici de montaña, que acumulaba polvo en el garaje.
No es que seamos ciclistas del todo inexpertos, es verdad. Julia está más en forma de lo que le gusta reconocer y yo, hace no tanto, completaba más de 8.000 kilómetros al año.Pero no tenemos ninguna experiencia en viajes en bici. Negaré que a mí siempre me había hecho ilusión, pero no sabía cómo combinar mi autoexigencia deportiva con el ritmo «más turístico» de Julia. Pero esa llamada del director lo cuadró todo: si voy «obligado» y no gasto vacaciones en ello, me adapto al ritmo que haga falta.
Convalecientes en casa como estamos, al menos tenemos facilidad para recibir por mensajería los diferentes elementos que voy comprando por Internet. Necesitaremos una bolsa de tamaño medio que acoplar entre la tija y el sillín de la bicicleta. Y una bolsita extra para llevar una libreta, un bolígrafo y una cámara de fotos en el manillar, siempre a mano. Creo que tengo por ahí una mochila en la que llevar la tableta y un teclado inalámbrico para escribir e ir almacenando en la nube las fotografías y vídeos que vayamos haciendo. No quiero que se estropee una tarjeta de datos y nos quedemos sin nada; no me fío de llevar algo delicado en otro sitio que no sea una mochila, donde los bultos viajan más aislados del traqueteo. Yo me encargaré, además, de cargar los repuestos mecánicos para las dos bicicletas y así liberar a Julia de algo de peso.
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José A. González y Leticia Aróstegui
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