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Pelayo Alonso. Roberto Ruiz
El niño del palacio

El niño del palacio

Oficios de verano ·

Hijo de los antiguos guardeses del edificio de la postal más santanderina, Pelayo Alonso, ordenanza en los cursos de verano de La Magdalena, vuelve cada verano «a casa» para trabajar. Al lugar en el que nació y que figuraba en su DNI

Álvaro Machín

Miércoles, 21 de julio 2021, 23:01

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Mientras habla parece que el busto de Alfonso XIII que tiene a su espalda le presta atención. Lola, la directora del palacio, bromea diciendo que Pelayo vivió en el edificio más que el rey. Y es verdad. Para que se sitúen, José Pelayo Alonso Bada (Santander, 1970) es hijo de los guardeses que en su día cuidaron de la construcción que más sale en las postales de la capital de Cantabria. El Palacio de La Magdalena, el que la ciudad regaló a los monarcas y que disfrutaron de verano en verano entre 1913 y 1930. Pelayo nació ya sin coronas a la vista, cuando la residencia de sus padres estaba fijada en un apartamento de la planta baja. Allí vivían los tres. Solos. Mantenimiento, trabajo. Por eso, su DNI fue motivo de sorpresa durante años. Dirección: Palacio de La Magdalena. Luego entró a trabajar en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP), la que organiza sus cursos en los salones por los que Alfonso y Victoria Eugenia desfilaron. El chaval aún vivía allí cuando le tocó empezar como ordenanza de aulas. «Cuando estás en casa y dices eso de 'se me hace tarde', otra gente sale corriendo para coger el coche. Yo abría una puerta, sacaba un pie y decía: 'ya estoy en el trabajo'». Ahora su domicilio está en otra parte, pero estos meses le toca volver con los cursos. «Te da –dice– como un gusanillo en el estómago. Pienso que vuelves a casa. Ya no lo es, pero sí que me emociona».

Más que un empleo de verano, es un traslado. Trabaja todo el año para la UIMP. En invierno, en la sede que la Universidad tiene en Las Llamas, en la santanderina avenida de Los Castros. Y ahora, aquí. En el palacio. Le toca «atender las necesidades de la sala, bien temas de informática, bien temas de luz, agua». «Entre lo que sería una azafata y un técnico informático. Cualquier cosa que suceda dentro de la sala tenemos que solucionarla». Y estar atento a los pasillos. Que si un periodista pregunta a qué hora interviene tal ponente, que si algún participante necesita algo... Lleva ya treinta años. Toda su vida laboral. «Empecé en una residencia de alumnos y hacía de recepcionista. Dentro de la UIMP, pero en Santander, en la calle. Estuve tres veranos y luego ya vine aquí». Dice que entró «casi de manera ilegal». Tuvo que esperar un año y el verano que cumplió los 18 le llamaron. «En aquella época, en los ochenta, no había tanto control como ahora».

De control –o de descontrol, pero en el buen sentido– habla en esos primeros años. Fiestas, verano y extranjeros. «Las de los estudiantes eran los martes por la noche y, originalmente, se hicieron para que se conociesen entre ellos. Pero como unos venían y otros no, por si quedaba pobre, dijeron que bajase el personal a tomar una copa. Cada vez era más salvaje. Lo típico. Los americanos como novedad, japoneses... Había de todo. Conocías mucha gente». Años mozos y otros tiempos.

«Si se me hacía tarde para ir a trabajar, yo abría una puerta, sacaba un pie y ya estaba en mi puesto de trabajo»

De estas décadas de universidad estival le queda un catálogo de recuerdos. Antes llevaba una coleta muy reconocible y durante años salió de fondo en un plano de televisión que anunciaba los cursos de verano. «Papá, tienes que ir a Santander que ya sale el coleta en lo de los cursos». Eso le contaba un alto cargo del gobierno andaluz que venía todas las temporadas. Lo que le decía su hijo cuando veían la tele. Ha tomado café con personas a las que luego han nombrado ministros. «Y uno que para ti es un amigo más que ves por aquí porque es alumno y entablas cierta relación, luego alguien te dice: 'Pero si es el catedrático fulanito de tal, una eminencia, o un alto cargo de no sé qué región'». Todo eso «engancha». «Es muy distinto del trabajo en invierno. Es especial. Más intenso, mucho más movido, pero también más alegre. A mí me gusta mucho esto». Es feliz y, encima, juega en casa.

Y ahí viene su historia, más allá del oficio de verano. «Mis tíos –comienza el relato– eran los guardeses en los sesenta de la sede de la UIMP en Las Llamas. Se llevaban muy bien con el rector de esa época». Así que el hombre les preguntó si conocían a alguien que pudiera hacer lo mismo en el Palacio de La Magdalena. «Iban a empezar los cursos y necesitaban a gente que lo mantuviera durante el año para que estuviera en condiciones». Era, hay que recordarlo, un edificio que estaba prácticamente vacío todo el tiempo. La tía tiró de familia. Su hermana, que estaba en el pueblo (cerca de Cabezón de la Sal) y que acababa de casarse. Ideal. Dicho y hecho.

Les llamaron, pero «les insistieron en que una de las cláusulas era que no tuvieran hijos». Les dieron el puesto. Perfecto. Vivían en un apartamento dentro mismo del palacio, en la planta baja. «Pero mi padre se debió poner contento viviendo allí y, al poco tiempo, ya con el puesto oficialmente concedido, mi madre se quedó embarazada. La respuesta del rector en aquella época fue: 'No se preocupe, no vamos a matar al niño'», cuenta Pelayo sonriendo al busto de Alfonso XIII.

«Yo soy de los pocos que en mi carné de identidad ponía Palacio de La Magdalena. A partir de ahí empezaba el cachondeo desde niño»

Por eso, se convirtió en la quinta persona en nacer en La Magdalena. Tras cuatro bebés vinculados a empleados de los reyes que trabajaron allí en su día, llegó «el niño del palacio». «Yo soy de los pocos que en mi carné de identidad ponía Palacio de La Magdalena. A partir de ahí empezaba el cachondeo desde niño». Porque hay que entender lo que eso supone en Santander. Como si en el documento de un neoyorquino pusiera que vive en la Estatua de la Libertad. Y no fueron unos meses. «Viví aquí 22 años, hasta que mi padre se jubiló».

Sí, algo de miedo daba un edificio tan grande y vacío para un chaval en pijama. «Si estabas en lo que era el apartamento, no. Como en una casa normal. Pero si abrías una puerta que teníamos de acceso al palacio, todo a oscuras, con ruido, maderas que chirriaban...». Más de una vez volvió corriendo pensando que había alguien. También le sacó jugo al misterio. Le gustaba «aporrear» el piano del salón de familia. «A veces gente que paseaba por fuera se sorprendía porque oían música y bajaban donde el policía de la entrada». Él se partía de risa. Tocando un magnífico instrumento alemán de semicola de 1833 junto al retrato que Soro-lla pintó de Victoria Eugenia de Battenberg. Ese que no gustó en Buckingham Palace porque la reina consorte de España aparecía «demasiado informal y sin pompa». Cosas de vivir en un palacio. De andar por casa para Pelayo.

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