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Entre una cuarta parte y un tercio de las emisiones globales de CO2 son generadas por el transporte. Porque, según la Agencia Internacional para la Energía (AIE), el 91% de la energía del sector aún procede de combustibles fósiles. No obstante, ese porcentaje está en declive: por una parte, debido al avance de la electrificación; y, por otra, gracias al crecimiento de los biocombustibles, que en 2022 representaron un 3,5% del total. Es poco, pero su peso actual multiplica por siete el que tenía en 1990. Y si se cumplen las previsiones de la institución, el uso actual se duplicará para 2030, mientras que el volumen de gasolina y diésel caerá en torno al 20% en lo que resta de década.
«La electrificación de los vehículos es la vía más prometedora para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, pero lleva tiempo y requiere de grandes inversiones», explica la AIE. Por eso, los combustibles producidos a partir de aceites vegetales y desechos orgánicos, junto a los sintéticos, son un elemento clave de la transición energética: pueden ser utilizados sin necesidad de modificar los motores y permiten avanzar hacia la neutralidad de carbono.
Por si fuese poco, Europa ha puesto fecha de caducidad a los vehículos diésel y gasolina -2035- y requiere a las aerolíneas que vayan incrementando gradualmente el porcentaje de biocombustibles en los aviones: del 2% el año que viene se pasará al 70% en 2050. Eso vaticina un rápido crecimiento de su demanda.
Pero no están exentos de polémica. De hecho, Bélgica prohíbe desde 2022 el uso de los producidos a partir de aceites de soja y de palma para evitar la deforestación de bosques para su cultivo. La ministra de Medio Ambiente, Zakia Khattabi, justificó el veto asegurando que su uso en el país se había multiplicado por diez entre 2019 y 2020, «un consumo que requiere plantaciones equivalentes a la superficie que ocupan 100.000 campos de fútbol». Añadió, además, que «desde un punto de vista medioambiental, estos biocombustibles tienen pocas ventajas, o ninguna, frente a los combustibles fósiles, porque mueven a la deforestación, la pérdida de biodiversidad e incluso la violación de los derechos humanos».
No obstante, el consenso en torno a la conveniencia de utilizar los biocombustibles producidos a partir de desechos es más amplio. Sobre todo en lo que respecta al que utiliza el aceite de cocina usado como materia prima. Grandes petroleras como Repsol apuestan por el dúo biocombustibles y combustibles sintéticos -a los que se refiere como combustibles renovables- para lograr emisiones netas cero en 2050.
Este año, la multinacional española ha iniciado la producción en masa de biocombustibles renovables en las nuevas instalaciones de Cartagena, donde pretende llegar a obtener 250.000 toneladas anuales en 2030. De forma paralela, ha puesto en marcha la planta de demostración industrial de combustibles sintéticos de Muskiz, de la que saldrán 2.000 toneladas al año. «En Cartagena, Repsol procesará 300.000 toneladas anuales de residuos orgánicos, como el aceite de cocina usado, priorizando el origen nacional y europeo», explica Repsol.
El hecho de que para esta nueva generación de biocombustibles se utilicen productos que iban camino del vertedero -residuos orgánicos de la ganadería, de la agricultura o la industria agroalimentaria- hace que se eviten emisiones contaminantes, aunque el vehículo que se mueve con ellos siga escupiéndolas por su tubo de escape. «Nosotros sostenemos que hay que tener en cuenta las emisiones totales, porque un vehículo eléctrico no emite nada cuando se usa, pero sí que lo hace durante la fabricación de componentes como las baterías y, también, la fuente de energía de la que se abastece, salvo que sea renovable», comenta Dolores Cárdenas, responsable de Diseño de Producto de Repsol.
Greenpeace coincide en la necesidad de utilizar diferentes tecnologías para impulsar una transición imprescindible. «Hacen falta combustibles alternativos porque una parte del transporte -como el marítimo o el aéreo- no se puede electrificar», explica el portavoz de la ONG ecologista en España, Miguel Ángel Soto. Sin embargo, discrepa en que los de Repsol sean los pasos adecuados, razón por la que Greenpeace se ha sumado a CECU y Ecologistas en Acción, para denunciar a la empresa que dirige Josu Jon Imaz por publicidad engañosa. «En Reino Unido ya les han amonestado dos veces por 'greenwashing'», añade.
El principal problema, en su opinión, reside en «la falta de transparencia de la industria petrolera» que «hace trucos y trampas». Pone un ejemplo: «No sabemos a qué llama Repsol aceite usado. Por ejemplo, el lavado de la semilla de la palma también genera residuos de los que se puede extraer aceite, pero consideramos que es un producto de la cadena de valor de la palma, y que, como tal, colabora en la deforestación».
Sean o no parte de la solución, todos reconocen que hay un problema sustancial con los biocombustibles de última generación: la Unión Europea no recupera suficientes desechos como para abastecer su propia demanda actual. Y, por lo tanto, mucho menos la futura. «Se ha abierto una guerra por los residuos del aceite, porque nuestros sistemas de recogida son insuficientes para abastecer al mercado», apunta Soto. Repsol remite a un estudio del Imperial College de Londres en el que se concluye que Europa solo cuenta con residuos para cubrir un 60% de la demanda actual de estos combustibles.
El resto se importa. Sobre todo de China. Y hay sospechas cada vez más fundadas de fraude en ese aceite, teóricamente desechado. El incremento del 40% en las certificaciones del principal auditor del sector, ISCC -un total de 4,85 millones de toneladas a nivel global-, contrasta con la evidencia sobre el terreno, donde no se detecta un incremento equiparable en el reciclaje. Y si llama la atención el 10% de crecimiento anual en el gigante asiático, principal productor mundial, más sorprendente aún es que Italia haya multiplicado por doce el volumen de aceite usado reciclado entre 2022 y 2023.
«Un tercio de ese aceite de cocina es fraudulento y seguramente procede de aceite de palma virgen», sostiene James Cogan, director de Asuntos Gubernamentales Europeos de la empresa de biotecnología ClonBio. «Es completamente imposible que la población de Malta haya recogido tres litros de aceite de cocina usado cada día durante el año pasado», sentencia. Y razón no le falta: en Bélgica o Reino Unido se recogen unos cinco litros por persona. Al año.
La ONG T&E ha analizado a fondo los datos y estima que el 80% del aceite usado utilizado en la producción de biocombustibles europeos es importado. De ese, el 60% procede de China, un porcentaje que en el caso de España se dispara al 80%. Entre el 20% restante destacan las importaciones desde Malasia e Indonesia, dos de los países del sudeste asiático que más territorio han deforestado para la plantación de palma. «Europa está siendo inundada de aceite de cocina dudoso. Los gobiernos aseguran que es casi imposible evitar que aceite virgen se camufle como desechado, pero necesitamos más transparencia para evitar que esta se convierta en una puerta trasera por la que se cuela aceite producto de la deforestación», reclama Barbara Smailagic, experta en biocombustibles de T&E.
De momento, sobre este aceite importado de China lo que sobrevuelan son los aranceles. La Comisión Europea anunció el pasado mes de julio unos gravámenes temporales que van del 12,8% al 36,4% y que acaban de entrar en vigor. En su opinión, estos productos chinos están desincentivando las inversiones europeas. Shell y BP, por ejemplo, han suspendido la construcción de plantas Países Bajos y Alemania, mientras que Argent Energy ha decidido cerrar una que ya operaba. Si el aceite usado chino es mucho más barato, no tiene sentido inaugurar instalaciones como las de Repsol en Cartagena.
72€ de recargo
cobrará Lufthansa como máximo en todos los vuelos que despeguen desde el año que viene en la UE para compensar el encarecimiento del combustible debido a la obligación de utilizar bio.
Pero, por otro lado, los aranceles encarecerán aún más un producto que ya están pagando los ciudadanos, aunque sea de forma indirecta. Los clientes de la aerolínea alemana de bandera, Lufthansa, lo harán en los vuelos que despeguen de la Unión Europea -además de Reino Unido, Noruega y Suiza- a partir del 1 de enero de 2025. Tendrán que abonar un extra que va desde un euro hasta 72, dependiendo de la ruta y de la clase elegidas. Con este recargo, la línea aérea pretende «compensar parte de los crecientes costes asociados a los requisitos medioambientales», entre los que destacan la obligación de utilizar biocombustibles que son más caros que el queroseno tradicional. Todo apunta a que el resto de compañías seguirán los mismos pasos.
Para Soto, la solución final pasa por «el decrecimiento y un diseño del postcapitalismo que mejore el bienestar de la población sin que el PIB sea el indicador de referencia, porque incrementa la desigualdad e incentiva arrasar con los recursos naturales».
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