Este verano me fijado más de la cuenta en los coches de alquiler. Puede que sea deformación profesional, o que la sensibilidad esté un poco ... más agudizada tras meses de debate sobre el modelo turístico, pero juro que había momentos en los que me parecía estar en una convención de un rent a car. Uno detrás de otro. Logo tras logo en la trasera. Como si en lugar de estar en mi tierra, estuviera atravesando una zona franca del transporte vacacional.
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La primera duda que me asaltó fue si estaba exagerando. Quizás era yo, con la mirada ya entrenada por la saturación que vivimos en las islas. Pero luego uno recuerda los datos: récord tras récord de llegadas turísticas, cifras que se celebran como un éxito en ruedas de prensa mientras el suelo que pisamos -y las carreteras que compartimos- dicen justo lo contrario.
Y entonces deja de parecerte una anécdota y empieza a dolerte la cabeza.
Porque, claro, ¿qué otra opción tienen quienes nos visitan si no pueden contar con un transporte público decente, funcional, digno? Si no hay guaguas suficientes, ni horarios lógicos, ni infraestructuras adecuadas, lo lógico es que recurran al coche. A cualquier coche. Y si eso significa multiplicar aún más un parque móvil que ya sitúa a Canarias entre los territorios con más vehículos por habitante del mundo, pues mira, eso que se coman -nos comemos- quienes viven aquí.
Y así, el círculo vicioso sigue girando: más turismo, más coches, más colapso, más emisiones, más frustración. Y menos calidad de vida para quienes habitamos estas islas los doce meses del año.
Este verano, sin colegios ni universidades, con mucha gente de vacaciones y menos tráfico laboral... ya era difícil moverse. Las autopistas, como siempre: lentas, tensas, rebosadas. Pero lo preocupante viene ahora. Porque llega septiembre. Llega la vuelta al trabajo, al instituto, a las clases, al atasco matutino. Y si las cifras turísticas siguen en niveles de récord, como todo apunta, lo que nos espera es una versión acelerada del colapso: más coches, más horas perdidas, más cabreo acumulado.
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Y ojo, que no se trata solo del tráfico o del aire cada vez más irrespirable. Se trata del sentimiento que cala en muchas personas que crecimos aquí: la desafección. La sensación de que lo que un día fue casa ahora se convierte en escenario, en escaparate, donde cuesta cada vez más reconocerse. Duele que te cueste moverte por tu tierra, que la notes saturada, tensa, extraña. Como si la hubieran puesto en alquiler también.
Pero esto no pasa por casualidad. Pasa porque quienes gobiernan prefieren mirar hacia otro lado, porque el turismo desbordado sigue siendo la gallina de los huevos de oro -aunque esté a punto de morir o estallar de éxito-, y porque nadie se atreve a cambiar el rumbo de un modelo que ya ha demostrado ser insostenible. En vez de tomar decisiones valientes, seguimos midiendo el éxito en millones de visitantes y no en bienestar, en número de hoteles y no en equilibrio, en días de ocupación y no en días vivibles.
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Lo peor es que se nos va desdibujando la identidad en el proceso. Como si vivir en Canarias fuera adaptarse a la incomodidad permanente, al ruido, al sobrecoste y a la resignación. Como si defender la tierra significara aguantar sin protestar mientras te la cambian sin avisar.
Y mientras tanto, el nacionalismo que debería defender nuestras raíces y nuestro futuro, calla. O peor: firma lo que haga falta con tal de mantener la poltrona, aunque eso implique rendirse a un modelo que expulsa a la juventud, empobrece al residente y convierte la vida en una carrera de obstáculos. Lo suyo no es soberanía, es subordinación disfrazada de gestión.
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La verdad es que da rabia tener que escribir esto. Pero más rabia da saber que no es una exageración. Que es la realidad de cada día. Que hay una generación entera que empieza a no reconocer la isla que la vio crecer.
Y por eso lo decimos claro: no queremos vivir en un parking con vistas. Queremos una Canarias habitable, viva, digna. Queremos poder movernos, respirar, sentir que esta tierra sigue siendo nuestra. Queremos políticas que piensen en quienes vivimos aquí, no solo en quienes nos visitan. Queremos futuro. Pero, sobre todo, queremos poder quedarnos.
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