Una tarde, a la entrada de un sarao, me presentaron a un concejal de cultura. Ante mi sorpresa, el buen hombre se inclinó y me ... besó la mano. Tal exceso de cortesía me dejó traspuesta, que ni calvo ni con tres pelucas, ni tirarse a lo pavo a besarte en plan colega ni un saludo tan extemporáneo. Un mero apretón de manos hubiera bastado.
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Lo cierto es que saludar bien no es cosa menor. Hay quien te entrega la mano como un pájaro muerto, y hay quien te la estruja con tal fuerza que se te clavan los anillos. Hay manos blandas, frías y sudorosas como un bloque de mantequilla, y manos duras, ásperas, llenas de callos. No sé cómo son las manos de Sánchez al tacto. Tampoco las de Trump. Sí sé, sí sabemos, cómo saludan. El norteamericano es de los que te llevan a su terreno, metafórica y literalmente, que le das la mano y te pega un tirón, como si quisiera arrancarte el brazo para disecarlo y exponerlo en alguna sala de la Casa Blanca. Posiblemente, en la misma en la que quiere colocar la medalla del Nobel de la Paz.
Pero Sánchez aguantó el tipo, le devolvió el tirón y contraatacó los dos golpes en la mano que recibió de Trump con un toque en el codo. Me juego el cuello a que la coreografía la había ensayado con un guardaespaldas fornido. Y varias veces. El apretón de manos es la manera que tienen los mandamases de medirse las fuerzas, de marcar paquete a lo fino, y Sánchez, más listo que el hambre, sabe que en algo tan aparentemente simple como un saludo hay mucho de interpretación, que es la salsa de la política y de los opinadores de barra y de tecla, y que ahí, en ese «¡Aquí está el tío!» en forma de apretón de manos puede rascar algún voto y mantener los conseguidos. A Noé le vas a hablar tú de la lluvia.
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