En el interior de la puerta de su armario, Joan Didion pegó una lista con todo lo que debía de meter en la maleta, botella ... de bourbon incluida, por si tenía que salir corriendo a reportear. No solo era capaz de tomar un cúmulo de pequeñas decisiones sobre el futuro (qué necesitará, qué no), sino también de apechugar con ellas. Mi equipaje, en cambio, es puro arrepentimiento. Por eso no hay nada que me inquiete, me atormente y me perturbe tanto como hacer la maleta: elija lo que elija, voy a equivocarme. No entiendo cómo tantos errores pueden caber en tan poco espacio.
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El caso es que planifico el asunto más que si fuera a invadir Perejil, que no me falta un ídem: conjuntos varios para el día y vestidines para la noche, una rebequita por si refresca y un bañador por si no lo hace, unas cuñas con las que alzarme unos centímetros sobre esos mundos de Dios y unas zapatillas para recorrerlos, y también un paraguas, y un pañuelo, y un libro. De cosméticos, medio Sephora, que una ya no está para ir con la cara sin encalar. Y un secador potente, que los de los hoteles van faltos de vigor. Y medicamentos de todo pelaje, que a saber cómo se dice por ahí que llevo tres días sin ir al baño. No viajo ligera de equipaje, precisamente.
Voy poniéndolo todo sobre la cama, como ponía mi abuela los regalos de mi Primera Comunión para enseñárselos a las visitas, y me paso horas añadiendo y quitando cosas aun sabiendo que no necesitaré la mitad de lo que me lleve y que echaré de menos ese hato que se ha quedado en el armario. Los pesares cotidianos, por el contrario, se colarán entre los calcetines para desparramarse por la habitación del hotel en cuanto abra la maleta. Eso si antes soy capaz de cerrarla. Felices viajes.
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