Este verano, he pasado una semana en un hotel de la costa llamado Paraíso. Y, efectivamente, podía presumir de ser un edén. Mi Paraíso no ... lucía cuatro estrellas, pero el armario de la habitación era clásico de dos cuerpos, no una barrita moderna con cuatro perchas colgando; al lado de la cama, no había un madero rústico ni una innovadora plataforma de metacrilato, sino una mesilla con dos cajones; el papel higiénico era resistente, no se rasgaba al primer envite, y hasta tenía ese práctico bidé que muchos hoteles de lujo han eliminado porque les debe de parecer poco sofisticado.
Publicidad
En mi Paraíso, había una piscina donde te podías bañar sin sufrir sesiones de aquagym ni pool party y en la terraza de la cafetería, muy barata, me acomodaba en unos sillones tipo Emmanuelle y leía o escribía apoyándome en unos amplios veladores de cristal. Pero todo paraíso tiene su purgatorio y este comenzaba al atardecer, cuando llegaban dos caballeros canoros y encantadores a jugar al ajedrez con banda sonora. Cada jugada tenía su melodía. Para la apertura, silbaban el himno alemán. Para la defensa siciliana, boleros y coplas y atacaban cantando arias y canciones de Mecano. El popurrí duraba hasta el jaque mate, la terraza se convertía en disco pub y era imposible leer ni escribir.
Mi experiencia en el Paraíso me recuerda a la experiencia agosteña de un lector de periódicos español. Tras un mes disfrutando con las historias entrañables de un señor que coloca sombrillas en Zarautz, un muchacho que monta escenarios en Badajoz o un heladero que endulza el verano en Vitoria, se acaba la tregua, retorna el ruido en torno a incendios, chanchullos, currículos… Y añoro el ajedrez musical.
Regístrate de forma gratuita
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión