Los malos entendidos
Entre lo que dices y lo que el otro entiende hay un océano, pero ese océano se puede cruzar si remamos despacio, sin orgullo, sin miedo, sin prisas
A veces basta una palabra mal colocada, un silencio a destiempo o un mensaje de WhatsApp sin emoticono para que todo se tambalee. No hace ... falta una gran traición ni una ofensa intencionada: basta un malentendido. Ese instante en que lo que decimos, o no decimos, se convierte en otra cosa cuando llega al otro lado.
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Los malos entendidos están en todas partes: en la familia, en las amistades, en la pareja, en el trabajo, entre vecinos, en política, en los grupos de madres y padres del colegio y hasta en los chats de cumpleaños. A veces nos hacen reír, pero otras pueden doler profundamente.
Porque basta una frase mal interpretada, una mirada que no se entiende o —más común hoy— un mensaje de WhatsApp que queda en «visto» para que algo se mueva por dentro. Un mensaje sin contestar puede doler más que una discusión. Y así, una amistad de años empieza a enfriarse, o incluso a romperse, no por falta de cariño, sino por falta de claridad.
Según la American Psychological Association (APA), gran parte de los conflictos cotidianos no vienen de lo que se dice, sino de lo que creemos que el otro quiso decir. La interpretación pesa más que la palabra.
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El malentendido nace muchas veces del cansancio, de la falta de tiempo para conversar, de suponer demasiado. Nos creemos expertos en descifrar al otro, cuando a veces ni entendemos nuestras propias emociones. Juzgamos lo que el otro dijo sin pensar en cómo se sentía al decirlo. Y así vamos, llenando la vida de pequeñas distorsiones que el silencio y el orgullo agrandan.
Además, no escuchamos desde cero: escuchamos desde lo que pensamos previamente del otro. Los prejuicios actúan como cristales deformados. Si alguien ya nos cae mal, todo lo que diga nos sonará a crítica. Si le tenemos envidia, cualquier logro suyo parecerá provocación. Si creemos que es «poco fiable», incluso sus gestos amables nos parecerán interesadas. No es lo que el otro dijo: es el filtro con el que lo oímos.
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La Organización Mundial de la Salud recuerda que la comunicación clara y asertiva es una herramienta básica para la convivencia y la salud emocional. Pero vivimos deprisa, escuchamos poco, interpretamos mucho y no preguntamos casi nada.
Todos hemos vivido algo así: alguien te deja en visto y crees que te ignora, pero estaba pasando un mal día. O tú respondes breve porque estás agotado, y el otro interpreta frialdad, distancia o desprecio. La mente, cuando no tiene datos, rellena huecos, y casi siempre los rellena con miedo.
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Hay malentendidos simpáticos, que luego recordamos con risa. Pero otros duelen: cuando se despiertan heridas antiguas, cuando se siembra desconfianza, cuando ninguno da el paso de aclarar.
Y si ya cuesta entenderse entre dos, imagina cuando aparece una tercera persona. Uno dice algo a otro. Ese otro lo cuenta «a su manera» a otra persona. Esa tercera lo interpreta según sus propias heridas, lo comenta con alguien más, y cuando llega de vuelta, la conversación ya no se parece en nada a la original. Lo que empezó como un granito de arena acaba convertido en una montaña.
La psicología social lo explica como distorsión por transmisión: cada persona añade, quita o interpreta. Y así, lo que era conversación se convierte en rumor, y el rumor se convierte en historia. Si ya es difícil escuchar sin juicios, imagina escuchar lo que escuchó otro de lo que dijo otro. Una bomba.
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La mayoría de las veces preferimos suponer. Preferimos cerrar la puerta antes que preguntar. Y ahí nace el daño: en lo que no se dice, en lo que se da por hecho, en lo que se calla.
Las redes sociales amplifican todo esto. Una frase sin tono, sin rostro, sin contexto, puede sonar a ironía, a desprecio, a ataque. Reaccionamos antes de comprender. Sentimos antes de escuchar.
En la pareja ocurre a diario. «No tengo hambre» se interpreta como «no me importa lo que cocinaste». «No quiero hablar ahora» se convierte en «ya no me quieres». Y, sin embargo, muchas veces lo que ambos querían decir era: «Solo dame un poco de calma. Estoy cansado. Te quiero igual».
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A veces no aclaramos un malentendido porque nos da miedo mostrarnos vulnerables. Tememos que, si preguntamos, el otro confirme nuestros miedos. Tememos parecer intensos, sensibles, o «demasiado». Así que callamos. Fingimos que no nos importa. Pero en el fondo sí nos importa. Y ese silencio, que creemos protector, se convierte lentamente en distancia. Porque no hablar para «no complicar las cosas» acaba complicándolo todo.
Para comunicarnos mejor, tenemos que empezar por uno mismo, a veces basta con hacernos tres preguntas antes de decir algo: ¿es verdad?, ¿es necesario?, ¿es amable? Si no lo es, quizá podamos decirlo de otra manera, o decirlo más tarde, o simplemente no decirlo. Porque la mayoría de las veces no falta amor: falta comprensión.
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Los malos entendidos duelen, pero la buena noticia es que podemos intentar evitarlos. Para conseguirlo, lo primero, siempre, siempre, siempre, preguntar antes de suponer: «Oye, quizá lo entendí mal, ¿me lo explicas?». Lo segundo, decir cómo nos sentimos sin acusar: «Cuando no contestas, me siento inseguro, no sé si pasó algo». Y tercero, dar tiempo: a veces no es que el otro no quiera hablar, es que no puede hablar ahora. Son gestos sencillos que requieren valentía. La valentía de mostrarse sin armadura.
También hay que aceptar que no todos los malos entendidos se pueden evitar, pero muchos se pueden reparar. Con humildad. Con paciencia. Con la voluntad real de escuchar. Con el valor de preguntar. Y sí, también con humor.
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Porque entre lo que dices y lo que el otro entiende hay un océano. Pero ese océano se puede cruzar si remamos despacio, sin orgullo, sin miedo, sin prisas.
Pedir perdón no es debilidad. Aclarar no es insistir: es cuidar. Escuchar no es ceder: es querer.
Cuidar los vínculos no es hablar más, es hablar mejor. No es tener razón, es tener verdad. Y la verdad, cuando se dice con cariño, casi siempre termina en un abrazo.
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