Cincuenta años después de la muerte de Franco y del inicio de la monarquía constitucional, España vuelve a vivir un momento político que roza lo ... surrealista. Celebramos cinco décadas de democracia mientras el rey emérito, figura que se autorreivindica como clave de aquel tránsito, escribe un libro de memorias (o desmemorias) para estar presente y en el que, lejos de bajar el labio, reivindica al dictador y reprocha al país que no le baile el agua.
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Lamentablemente, es solo una anécdota más en un país en el que, medio siglo después de dejar atrás un régimen autoritario, discutimos si nuestras instituciones democráticas funcionan. Y en esa discusión, la extrema derecha avanza. No porque su programa sea innovador, sino porque el resto del sistema parece incapaz de ofrecer respuestas a la altura de los problemas: corrupción, desigualdad, polarización, precariedad y una justicia que parece diseñada para no arreglarse nunca.
El fallo contra el fiscal general del Estado es una muestra más de esta lucha descarnada por el poder. La cuestión es que el PSOE necesita hoy a los partidos a su izquierda e incluso a los independentistas para poder gobernar, mientras que el PP necesita a la ultraderecha. Y en este país siempre se ha tolerado mejor a un señorito que a un perroflauta. Esa rémora social se mantiene: buena parte de la ciudadanía se siente —o quiere sentirse— más cerca de la nobleza imaginaria que de la igualdad real.
Y así transitamos, 50 años después, entre un pasado que algunos se empeñan en embellecer y un futuro que aún no sabemos construir. Porque el verdadero problema no es que haya nostálgicos del autoritarismo, sino que la democracia no ha terminado de conquistar a todos sus hijos e hijas. Y cuando un país celebra su libertad al tiempo que duda de ella, se corre el riesgo de repetir la historia.
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