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J.M.B.L
Rindiendo Cuentas XIII

El honor de presidir sesiones del Congreso

José Miguel Bravo de Laguna

Expresidente del Parlamento de Canarias

Sábado, 3 de mayo 2025, 23:23

Si fuera supersticioso, esta entrega no sería la número 13, sino la 14. La creencia de que el número 13 trae mala suerte está bastante ... extendida; yo pensaba que era algo propio del mundo occidental… hasta que viví una experiencia personal, justamente en el periodo que estoy relatando (1982-86), que me hizo cambiar de opinión. Es una anécdota curiosa que vale la pena compartir.

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En 1983, como miembro de la Unión Interparlamentaria —organización que reúne a diputados y senadores de numerosos países— asistí a una convocatoria en Seúl. Me asignaron una habitación en el piso 14 del hotel, aunque en realidad era el piso inmediatamente siguiente al 12, ya que no existía un piso 13 señalado. Me sorprendió, porque no esperaba encontrar esa superstición en Corea, donde el número considerado de mala suerte es el 4, debido a que su pronunciación se asemeja a la palabra 'muerte'. Por esta razón, muchos edificios en Corea omiten el cuarto piso, al igual que en Occidente se evita el número 13 en rascacielos, ascensores e incluso en aviones de algunas aerolíneas, que pasan directamente de la fila 12 a la 14.

Me he permitido este pequeño desvío por tratarse de la entrega número 13, pero no hay más misterio. Enlazo ahora con el tema que anuncié en mi anterior colaboración, el número XII: la Mesa del Congreso de los Diputados. Nada que ver con la mala suerte. Al contrario.

Como ya he mencionado, tuve la enorme fortuna de ser Diputado entre 1982 y 1986, en aquella legislatura en la que apenas quedábamos unos pocos supervivientes de UCD. Durante ese tiempo, fui elegido por el Pleno como vicepresidente Cuarto.

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¿Qué es, en realidad, la Mesa de un Parlamento? Se trata del órgano encargado de dirigir los debates parlamentarios, así como de estudiar y calificar los escritos que se presentan, ya provengan del Gobierno —como proyectos de ley o solicitudes de comparecencia—, o de los grupos parlamentarios —como proposiciones de ley, mociones o preguntas al Ejecutivo—. Además, la Mesa determina el orden del día de las sesiones plenarias, previo informe de la Junta de Portavoces, y aprueba tanto los presupuestos de la Cámara como su organización interna, incluyendo el régimen del personal y de los funcionarios.

Quiero aprovechar para destacar la profesionalidad del personal de la Cámara, y estoy convencido de que sigue contando con excelentes servidores públicos, entre los que merecen mención especial el Cuerpo de Letrados y el de Taquígrafos. Las composiciones y funciones de las Mesas de los distintos parlamentos o asambleas legislativas se regulan, en esencia, por los respectivos Reglamentos de cada Cámara.

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La Mesa del Congreso estaba —y sigue estando— integrada por nueve miembros: su presidente, cuatro vicepresidentes y cuatro secretarios. Son elegidos por el Pleno, previo acuerdo unánime o muy mayoritario, con el fin de reflejar la pluralidad política necesaria para que sus decisiones colegiadas mantengan, en lo posible, un espíritu de neutralidad institucional.

Formé parte de la Mesa únicamente durante aquella legislatura (1982-1986) y quiero resaltar que cinco de sus miembros eran del PSOE, que había obtenido mayoría absoluta en las elecciones del 28 de octubre, con Felipe González como candidato. A ellos se sumaban dos miembros de Alianza Popular (AP), el partido de Fraga, y dos representantes de grupos minoritarios: uno de UCD —yo mismo, como vicepresidente cuarto— y otro de Convergència i Unió —Trías de Bes, como secretario cuarto—. Estos dos últimos grupos contábamos con apenas 12 diputados cada uno.

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A pesar de esas diferencias numéricas y de las divergencias ideológicas entre los grupos —de izquierda (5 miembros), derecha (2), centro (1) y nacionalista (1)—, aquellos años se desarrollaron con un notable sentido institucional. Sin duda, a ello contribuyó el respeto personal que nos profesábamos todos, en parte porque muchos habíamos vivido juntos el intento de golpe de Estado de Tejero en 1981, y también gracias al talante del presidente de la Mesa, el socialista Gregorio Peces-Barba. Catedrático de Derecho Constitucional y uno de los siete ponentes de la Constitución Española de 1978, Peces-Barba imprimió un estilo dialogante y profundamente institucional.

La legislatura 1982-1986 fue una etapa políticamente muy intensa en el Congreso. Por primera vez desde el franquismo, gobernaba un partido de izquierdas, lo que dio lugar a una gran actividad legislativa y de control político. Me sería imposible siquiera resumirla aquí. En una próxima entrega relataré algunas de las iniciativas en las que tuve intervención directa como diputado —como la expropiación de Rumasa o los debates presupuestarios—.

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Por ahora, quiero narrar un debate extenso e intenso que vivimos en aquella Mesa de la que formé parte.

Fue durante el gobierno de Felipe González cuando se planteó por primera vez la idea de celebrar un debate que se denominaría 'Debate sobre el Estado de la Nación'. El objetivo era realizar una discusión general sobre la situación política, social y económica de España. En este tipo de intervenciones parlamentarias, Felipe González destacaba especialmente por su brillantez.

A diferencia de Adolfo Suárez, quien era un excelente comunicador en radio y televisión, pero sufría de miedo escénico en la tribuna del Congreso (de hecho, apenas intervino durante la moción de censura que le presentó el grupo socialista en 1980), González era un auténtico maestro de la elocuencia parlamentaria. Por ello, propuso este debate, en parte para su propio lucimiento personal, lo cual le generó un considerable rédito político.

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La idea prosperó rápidamente, y en 1983 se celebró el primer Debate sobre el Estado de la Nación. A partir de entonces, el formato incluyó propuestas concretas que se sometían a votación y contó con una gran repercusión mediática. El éxito fue tal que todas las fuerzas políticas lo asumieron como una práctica habitual, y en todas las comunidades autónomas se instauraron debates similares sobre el estado de cada nacionalidad o región, que se siguen celebrando año tras año.

En la Mesa manifesté mi criterio contrario a establecer de forma sistemática ese debate general. No por llevar la contraria, sino porque considero que se trata de una mala imitación del modelo estadounidense. En efecto, en Estados Unidos no existe un sistema parlamentario, propio en cambio de Europa. Allí, el presidente —jefe del Estado, no del Gobierno— es elegido directamente por los ciudadanos. En España, que es una monarquía parlamentaria, el presidente del Gobierno es elegido por el Congreso.

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Esa diferencia fundamental explica que el presidente estadounidense no rinda cuentas ante el Congreso ni el Senado: comparece únicamente cuando lo desea, sin estar sometido a un control directo, ni obligado a responder a mociones, interpelaciones o preguntas. Solo una vez al año pronuncia el discurso sobre el estado de la nación, en el que presenta un resumen general de la situación.

Por eso considero que replicar ese modelo es un error: se trata de un sistema distinto. En un régimen parlamentario como el nuestro, el estado de la nación se debate de forma continua, especialmente en la discusión de las leyes, las iniciativas de control y, sobre todo, en el debate anual sobre los Presupuestos Generales del Estado, que constituye el balance de ingresos y gastos que ejecutará el Gobierno.

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No hace falta decir que mi postura fue minoritaria y que, desde 1983, se celebra —para mayor o menor gloria de los presidentes del Gobierno— un debate sobre el estado de la nación.

No quiero concluir esta décimo tercera entrega de mi Rendición de Cuentas sin compartir el que, sin duda, es el mejor recuerdo de aquella etapa, marcada por intensos debates políticos, actos protocolarios y viajes institucionales. Lo reflejo en la foto que acompaña este artículo. Como canario, he tenido el honor —único en estos casi 48 años de democracia— de haber presidido en alguna ocasión una sesión del Congreso de los Diputados. Fueron apenas un par de veces, y sólo fue posible porque coincidieron las ausencias del presidente Peces Barba y de los tres vicepresidentes: Torres Boursault, Antonio Carro y Josep Verde y Aldea. Para mí fue un orgullo imborrable, y reitero mi agradecimiento a quienes, con sus votos y su apoyo, lo hicieron posible.

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