Vertical
¿En qué momento empezamos a convivir con el horror como si fuera normal? ¿En qué momento dejamos de sostenernos unos a otros? ¿En qué momento se nos hizo tan fácil pasar de largo?
La humanidad se está desangrando y, aun así, seguimos haciendo scroll. No es una metáfora dramática: los derechos humanos han sido desplazados a la parte ... baja de la página, convertidos en letra pequeña, como si fueran una nota irrelevante al final del texto del mundo.
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Todo parece suceder a una distancia cómoda, como si lo urgente y lo injusto no tuviera nada que ver con nosotros.
Y mientras tanto llega noviembre, ese mes que pretende disfrazarse de buena persona. Las luces se adelantan, los escaparates se llenan de sonrisas sintéticas y la gente juega a la solidaridad de temporada. Un mensaje bonito por aquí, una foto familiar por allá, una aportación simbólica… y ya: humanidad aprobada por un mes.
Son pequeñas tiritas emocionales para no ver las grietas, para no mirar directamente lo que duele de verdad.
Yo también caigo, aunque me incomode reconocerlo.
Hay noches en las que estoy en el sofá, deslizando el dedo sobre la pantalla como si ahí estuviera la respuesta a algo. Mi pulgar derecho parece el único músculo que no se agota nunca. Avanzo imágenes, salto entre vidas ajenas, me pierdo en rutinas que no son mías, y siento, -aunque no quiera admitirlo- que algo dentro se va apagando. Como si mirar sin mirar fuera una forma de desaparecer un poco.
Y mientras hago scroll, pienso en la vida que estoy construyendo a trompicones, igual que cualquiera de mi generación.
Fui a la universidad, «hice lo correcto, lo que tocaba, lo que nos prometieron que abriría puertas…» y luego llegó la vida adulta: la real, no la que nos contaron, con alquileres que dan vértigo, con incertidumbres que no descansan y con ese malabarismo constante de sostenerte sola incluso cuando todo tiembla.
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Todo eso pesa, claro que pesa, nos pesa a todos.
Pero no es lo que me quiebra.
Ese ruido, por muy insistente que sea, sigue siendo solo la superficie áspera de un dolor que va mucho más allá.
Lo que me rompe, y lo que nos debería romper a todos, es esta sensación de que estamos viviendo en un mundo que arde por dentro mientras lo miramos desde fuera. Un mundo donde la migración se reduce a cifras, donde las vidas se consumen en silencio, donde los sueños se transforman en estadísticas de entrada y salida. Un mundo que sostiene guerras, fronteras, desigualdades, violencias que se repiten con la misma cadencia con la que deslizamos el dedo por la pantalla.
Hay una herida colectiva que nadie quiere nombrar.
Vivimos rodeados de frentes abiertos: humanitarios, bélicos, sociales y éticos que parecen demasiado grandes para sostenerlos. Y aún así, hacemos como si nada. Como si el horror fuera parte del decorado. Como si no doliera ver como otros pierden la vida, la casa, el país, la infancia.
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Como si lo nuestro, lo pequeño, lo cotidiano, justificara mirar a otro lado. El problema no es que no sepamos lo que pasa. El problema es que lo sabemos demasiado bien… y aún así, seguimos adelante, cambiando de ventana como quien cambia de humor.
Y yo vivo en ese mismo mundo de scroll. Soy parte de esa coreografía absurda donde la tragedia comparte espacio con un video de recetas, con una broma y con una frase motivacional.
Y mientras hago scroll, pienso en la vida que estoy construyendo a trompicones
Soy parte de esa tensión entre sentir demasiado y no poder sentirlo todo. Porque cuando miro de frente, cuando no desplazo, cuando no anestesio, lo que aparece es una sola pregunta, la más incómoda, la más urgente, la más honesta:
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¿Qué coño nos está pasando?
¿En qué momento empezamos a convivir con el horror como si fuera normal? ¿En qué momento dejamos de sostenernos unos a otros? ¿En qué momento se nos hizo tan fácil pasar de largo?
Hay momentos en los que algo se enciende por dentro, una conciencia, una rabia, una claridad, y ya no hay manera de volver a apagarlo.
No sé si fue de golpe o poco a poco; solo sé que últimamente miro el mundo con una lucidez distinta, incómoda, como si de repente la humanidad dejara de ser una idea amplia y abstracta y se volviera algo cercano, vulnerable, lleno de cicatrices que ya no puedo ignorar.
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Y cuando eso despierta, cuando realmente despierta, ya no puedes volver a mirar igual. Ya no puedes hacer como si nada.
Esa claridad que duele aparece ahora, cuando el ruido baja, cuando el año se apaga, cuando por fin el silencio deja espacio para que todo lo visto, lo oído y lo sentido empiece a hacer eco por dentro.
Y duele.
Duele la resistencia silenciosa de quienes siguen adelante como pueden. Duele la fragilidad del mundo entero cuando lo miras sin filtros. Duele no saber dónde colocar este dolor que no te pertenece, pero que igual se te queda dentro. Y duele. Sobre todo, no tener un sitio donde compartirlo, porque este tipo de dolor es demasiado incómodo para hablarlo entre cañas, demasiado profundo para meterlo en una conversación ligera y demasiado real para soltarlo sin que todo se tambalee.
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Y entonces entiendo que este dolor no nace solo de mí, sino del mundo que cargo sin querer.
Le damos al corazón, deslizamos el dedo y seguimos viviendo como si el horror fuera ajeno, como si no tuviera nada que ver con nosotros. Desde el sofá, todo duele menos, todo parece ficción.
Y así la vida de otros termina convertida en un ruido de fondo al que ya nadie presta atención.
Mi realidad -mi sofá, mi scroll, mis dudas, mis apagones internos- convive con eso.
Se rozan, se chocan, se interpelan.
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Y me doy cuenta de algo incómodo: casi nadie quiere detenerse en estas realidades. No porque sean malas personas, sino porque mirar de frente exige una energía que desgasta, que incomoda, que obliga a hacerse preguntas para las que no siempre tenemos fuerza.
Y yo no me siento mejor persona por sentir.
No lo soy. No busco admiración. No busco épicas. Es simplemente que me duele.
Me duele de verdad.
Me duele comprobar que, incluso sin querer, también formo parte de esa indiferencia global.
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Me duele que vidas enteras pasen desapercibidas mientras seguimos con nuestro día. Y me duele que poner palabras a esta herida se perciba como un gesto exagerado, como si hablar del dolor fuera una incomodidad innecesaria en medio del ruido.
Soy parte de esa coreografía absurda donde la tragedia comparte espacio con un video de recetas
Quizá es porque este año miré demasiado de cerca. O quizá porque ya no sé mirar de lejos.
Sea lo que sea, me duele todo esto.
Me duele en serio.
Y escribirlo en lo mínimo que puedo hacer.
Porque la humanidad se está desangrando.
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Y lo primero que necesitamos para salvarla es dejar de fingir que no lo vemos.
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