Esta misma producción, que inaugura la temporada 2025/2026, abrió también la 2016-2017. Con el mismo montaje de David Alden. Habríamos preferido contemplar otra ... aproximación a la obra. Y es raro que no haya sido así. Aunque no quepa dudar de que la idea del regista, que se mantiene en lo esencial, revela un estudio concienzudo y profundo de la partitura y del libreto de Boito. Pero sus conclusiones, definición de caracteres, situaciones, desarrollo de escenas, tratando de profundizar en personajes y trama, acaben diluyendo en buena parte las ideas iniciales de Verdi y Boito. Por mucho que en el programa de mano se afirme lo contrario.
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Y hemos vuelto a contemplar, en esta función de 19 de septiembre, decisiones escénicas poco comprensibles, como la de que la ópera se cierre con la muerte de Otello, acompañando a la ya exánime Desdemona con la presencia de Iago, tranquilamente sentado mirando los efectos de sus malevolencias; cuando ya sabemos que ha salido por pies cuando se han conocido. Hablábamos de todo ello en nuestra crítica a aquellas representaciones de 2016 y decíamos que, «aun disfrazando alguno de los elementos fundamentales de la obra, al final no aporta nada nuevo más allá de gestos y comportamientos, que a veces van en contra del significado profundo de la composición. La acción se traslada a lo que muy bien podría ser el escenario de la guerra de los Balcanes de los años noventa del siglo XIX, en un ambiente agreste y campesino desarrollado en un escenario único que ha de representar distintas localizaciones».
La escenografía, fría y desolada, única y mínimamente cambiante, puede describir el interior de lo que puede ser una iglesia de pueblo en ruinas. En el tercero se añaden deterioradas imágenes religiosas del arte ortodoxo. Nada de ello concuerda con lo esbozado en partitura y libreto. La ubicación temporal no ayuda gran cosa a la hora de explicar y aclarar la tragedia, que nace en un medio costumbrista totalmente distinto. Como es lógico, lo que se narra y lo que se dice no concuerda con las ideas iniciales de los creadores. El cortejo veneciano viene representado por una muchedumbre de caballeros y damas encopetados rigurosamente enlutados y colocados educadamente al lado los unos de los otros.
Movimiento escénico rígido y poco natural como el que adopta el pueblo, que en el primer acto ovaciona y vitorea a Otello tras haber vencido a l'orgoglio musulmano. Y que contrasta con la agitada y atractiva, aunque nada realista coreografía. Está mal planificada la entrada de Otello, tras el Esultate!, por el fondo, cuando la muchedumbre lo espera por el frente. Es algo nada fácil de resolver. En el segundo acto, como ya sucediera hace nueve años, no se ve al coro, que incorpora niños, y Desdemona aparece sola. La disposición del cuarto, con la escena absolutamente vacía excepto un pequeño y socorrido fuego en el suelo y una silla en un extremo es paupérrima. Aunque en esta oportunidad hay una camita en un extremo. Se pierde así todo ese concentrado intimismo, esa desolada poesía que emanan de lo que canta la joven esposa, estrangulada en el duro suelo. El último beso de Otello, que muere al otro lado del escenario, se pierde en el aire.
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Choca enormemente que Otello, el siempre llamado «Moro de Venecia», no sea realmente de esa raza; al menos aparentemente y circule por la escena como un perfecto caballero occidental. Pero todo quedó absorbido por la maravillosa música y por la labor del foso a las órdenes de un verdiano de la categoría de Nicola Luisotti, para quien los pentagramas verdianos no tienen secretos. Desde el mismo arranque, en esa explosión de un acorde de séptima disminuida, todo fluyó con lógica, con emoción, con un colorido verdianos de primer orden. La acentuación de los ritmos danzables, la borrachera interrumpida por la llegada de Otello fueron de libro. Como el delicado acompañamiento al sereno y amoroso dúo postrero.
La cambiante escritura de Verdi, tan coloreada, tan expresiva, tuvo en todo momento la pátina sonora adecuada. El lirismo característico de las intervenciones de Desdemona fue bien servido, particularmente en su delicado número acompañado por el coro infantil de la ORCAM (que prepara magistralmente Ana González). Como contraste lo racial y marchoso del dúo Si pel Ciel entre Otello y Iago. En el gran concertante del acto tercero, donde se revela en crudo la actitud del protagonista, hubo instantes de desigual concertación, aunque al final, con él revolcándose epiléptico en el suelo (lo que aquí no se apreció), todo funcionó. Como a lo largo del cuarto acto. Más allá de soluciones escénicas y vocales.
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Queda por hablar de este último apartado. Y en primer lugar debemos mencionar a la soprano Asmik Grigorian, a quien ya hemos escuchado por aquí. En Rusalka y en un recital, por ejemplo. Lírica bien coloreada, de emisión canónica y direccional, volumen y sonoridad respetables, fraseo justo, matización impecable, con pianos y pianísimos de libro. Exquisita en el Sauce y el Ave María. Y buena actriz, de gesto y acentuación variados y línea de canto bien trabajada. Mantuvo una verídica actitud ante los insultos y reclamos de Otello. Sobresaliente.
El falso «Moro» fue servido con arrojo, valentía y escasos matices por Brian Jadge, que posee, como sabíamos (cantó Adriana Lecouvreur la temporada pasada), una voz de tenor, podríamos decir que spinto, bien dotada en centro y agudo, donde resuena poderosa, vibrante, timbrada y firme, con leve asomo de apoyos musculares. Otra cosa son sus graves, débiles y desvaídos, lo que empobrece la línea de canto, que resulta en general anodina pese a los arrebatos. Fue valiente en su salida, en la que, buscando el lucimiento, mantuvo el Si natural agudo, desvirtuando una frase que lo que pide es una simple apoyatura. Quizá lo mejor de su en todo caso esforzada y vigorosa interpretación, en la que no hubo casi medias voces, fue su Dio mi potevi scagliar.
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Gabriele Viviani es un barítono lírico de estuche limitado, timbre un tanto apagado y agudo fácil pero enteco. Frasea con conocimiento, pero sin especiales matices y no otorga al personaje el carácter diabólico que lo caracteriza -en el desarrollo de una personalidad envidiosa y malevolente, acentuada por Verdi a partir del drama de Shakespeare-, pues es más bien plano. Le falta entidad dramática. Su Credo no tuvo especiales relieves. Muy bien como Casio Airam Hernández, un tenor suavemente lírico que ha cantado ya otros papeles de mayor enjundia. Cumplidor, como siempre, Albert Casals en un Roderigo absurdamente caracterizado de petimetre de salón.
Montano /Un heraldo, Lodovico y Emilia fueron servidos estupendamente por Fernando Radó, In Sung Sim y Enkelejda Shkoza, que coordinaron sin problemas con el resto del reparto.
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