No hay nombres propios. Hay un murmullo que se repite, una marea baja que se escucha en los bares, en la cola del supermercado, en ... los comentarios de cualquier noticia que se viraliza. No hace falta gritarlo para que duela: basta con soltarlo como quien comenta el tiempo. De pronto alguien dice que «esto está lleno de negros», otro que «vienen a quitarnos el trabajo», alguie¡n añade que «a ellos les dan más ayudas», y rematan con un «antes esto no pasaba». Lo dicen como si fueran datos, como si el racismo pudiera disfrazarse de preocupación legítima, como si no hubiera consecuencias.
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Escucharlo me enfada. No porque me sorprenda —este tipo de comentarios hace mucho que dejaron de sorprenderme— sino porque reconozco lo que hay detrás: un cansancio que se convierte en rabia, un miedo que se disfraza de opinión, un hartazgo que encuentra en los otros un desahogo que debería dirigirse hacia un Estado y una Unión Europea que permiten —y a veces alimentan— un sistema que nos exprime. Y ese agotamiento, se acaba extendiendo, sin darnos cuenta, a todo lo que nos rodea. Cuando una sociedad vive al límite, deja de pensar. Y cuando deja de pensar, necesita un culpable rápido, visible, frágil. Un objetivo al que lanzar toda esa frustración que debería ir hacia arriba, pero que termina cayendo hacia abajo.
Y ahí está el problema de fondo. Esa rabia desviada no es casual: responde a la lógica de la teoría del chivo expiatorio, donde la frustración se descarga en quienes están más abajo en la escala social porque resulta más fácil —y menos arriesgado— culparlos a ellos que enfrentar a quienes de verdad sostienen la desigualdad. Por eso es importante recordar que la migración no es el tumor; es el síntoma. Lo que enferma de verdad son las políticas que abandonan, las fronteras convertidas en negocio, las mafias que comercian con la desesperación, la inacción deliberada de quienes miran hacia otro lado mientras cuentan beneficios. Nadie cruza el mar por capricho ni por vivir del cuento. Se cruza porque permanecer es morir lento. Porque el agua, con todo su peligro, se vuelve menos terrible que la certeza de no tener futuro.
Y entonces pienso en 'La ola'.
En la película.
En ese experimento social que mostraba hasta qué punto una sociedad puede deslizarse hacia el autoritarismo sin darse cuenta, sin necesidad de uniformes ni discursos inflamados. Bastaba la repetición. Bastaba el deseo de pertenecer. Bastaba que el grupo pensara por ti. Lo inquietante es que, visto desde hoy, La ola ya no parece una advertencia: parece un espejo. Una versión comprimida de lo que nos está ocurriendo, pero en tiempo real y sin cámara que registre el momento exacto en que dejamos de cuestionar.
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La ola no llegó de repente: se ha ido formando capa a capa, alimentada por el miedo, la precariedad y la amnesia. Cada vez que dejamos pasar un comentario racista para evitar tensión, esa ola sube. Cada vez que tratamos el odio como opinión respetable, sube. Cada vez que aceptamos el desprecio como explicación fácil de problemas complejos, sube. Y ahí, precisamente, es donde la ultraderecha prolifera: cuando empezamos a considerar su discurso como una opción más dentro del repertorio democrático, en lugar de lo que es: la puerta de entrada a un autoritarismo que siempre termina cobrando vidas. Y que además, no deja de crecer, porque la comodidad es la gasolina del fanatismo.
Y cuando crece lo suficiente, aparecen frases que ya no son solo ignorancia: son la antesala de algo mucho más oscuro. Como ese «con Franco se vivía mejor» que algunos repiten con una tranquilidad estremecedora. Esa es la trampa de la historia única del fascismo: convertir un régimen de terror en un cuento de orden y estabilidad. Perdemos justo en ese instante: cuando aceptamos el fascismo como una opinión más, cuando olvidamos que no es una ideología entre otras, sino un crimen que se repite allí donde encuentra espacio. Decirlo es escupir sobre la memoria de quienes vivieron aterrados, sobre las familias que aún arrastran silencios heredados, sobre la gente que tuvo que huir o esconderse. No fue orden, fue sometimiento. No fue estabilidad, fue un país entero respirando miedo.
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Canarias, además, lo sabe bien. Somos un territorio que siempre ha vivido entre movimientos: gente que llega, gente que se va, familias que se mezclan y vuelven a empezar. Por eso duele que ahora haya quien pretenda decidir quién puede quedarse y quién no, como si el derecho a habitar esta tierra dependiera del color de la piel o del lugar de origen. Duele porque no estamos perdiendo solo memoria: estamos perdiendo humanidad.
Y esa es, quizá, la grieta más peligrosa. Porque cuando dejamos de reconocernos en quien tenemos delante, cuando olvidamos que cualquier persona podría estar en el otro lado de la frontera, empezamos a aceptar como normal lo que jamás debería normalizarse. El problema nunca fue la diversidad. El problema es la incapacidad creciente de mirarnos como iguales.
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Resistir ahora no significa gritar mas fuerte que el odio, porque el odio siempre grita más, sino ejercer el pensamiento crítico cuando la masa pide silencio. Incomodarse cuando lo fácil es asentir. Detenerse cuando la ola te empuja.
Porque cuando una ola crece sin freno, deja de ser agua.
Se vuelve devastación.
Y lo primero que destruye no son calles ni edificios: es la conciencia.
Y cuando la conciencia se quiebra, lo siguiente que se pierde es esa parte de nosotros que nos permite ver al otro como parte de nuestra misma historia.
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