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Para la derecha, el pacto entre PP y Vox en Castilla y León es homologable al del PSOE con Podemos, Esquerra o Bildu. La izquierda lo niega y replica que el partido de Santiago Abascal es una fuerza contraria a la Constitución porque aboga por la ilegalización de partidos, mantiene actitudes xenófobas, se opone al proyecto europeo y pretende demoler el Estado autonómico. La respuesta desde la otra orilla es que los socios de Pedro Sánchez son fuerzas al margen de la Constitución desde el momento en que rechazan la monarquía parlamentaria, pretenden la disgregación de la unidad nacional o son herederos de los terroristas.
El de Castilla y León se trata de un acuerdo que, como otros anteriores, ha supuesto una sacudida en el escenario político, pero que tiene visos de que acabará por normalizarse porque en la siguiente cita electoral, la de Andalucía, el PP tiene pocas alternativas para seguir al frente del Gobierno autonómico si no es de la mano de la extrema derecha.
En su momento, el pacto entre José María Aznar y Jordi Pujol supuso un movimiento telúrico. Un acuerdo al que siguió el no menos estrambótico de PP y PNV. José Luis Rodríguez Zapatero fue más allá de los entendimientos a dos y recurrió a la geometría variable. Pero la pirueta de las piruetas la había protagonizado, hasta que llegó la de PP y Vox, Pedro Sánchez y su acuerdo de coalición con Podemos. Lo que demuestra que en política no hay sapo que valga, hay matemáticas del poder.
Aznar ganó por apenas 300.000 votos las generales de 1996. Pero no podía gobernar, salvo que recurriera a los nacionalistas, las bestias negras del PP. Aún resonaba el «Pujol, enano, habla castellano» con que los populares festejaron la noche electoral del 3 de marzo cuando el líder del PP dejaba caer un par de semanas después que el catalán «lo leo desde hace muchos años, lo entiendo, y cuando estoy en círculos reducidos lo hablo también», era «el catalán en la intimidad». Un milagro lingüístico solo atribuible a las negociaciones abiertas para que CiU votara la investidura de Aznar, y el PP hicieran cómoda la legislatura catalana a un Pujol sin mayoría absoluta.
El pacto se consumó en una cena en el hotel Majestic de Barcelona un 28 de abril de 1996 a la que asistió la plana mayor de ambas formaciones. El acuerdo fue un cajón de sastre en el que entraron, por citar cuatro capítulos, la desaparición de los gobernadores civiles, el fin de la 'mili', más competencias para la Generalitat y la inmersión lingüística en Cataluña.
El entonces líder del PP no quería circunscribir el acuerdo a los catalanes y echó la caña en las aguas del PNV, un partido al que le unía una difusa raíz democristiana pero con el que en 1996 mantenía diferencias siderales. Los cinco diputados del PNV, una vez amarrados los 16 de CiU y los cuatro de Coalición Canaria, no eran imprescindibles para el PP con 156 escaños, pero Aznar quiso ganar legitimidad, dar lustre su primer mandato y mostrar su cara más dialogante.
Fueron dos semanas de intensas negociaciones en abril. El PNV llegó con un pliego de máximos, que no fructificó, pero cerró un acuerdo que hizo exclamar al líder nacionalista, Xabier Arzalluz: «He conseguido más en 14 días con Aznar que en 13 años con Felipe González». Se refería, sobre todo, a la reforma del Concierto Económico, pero también a un potente paquete competencial. Arzalluz, además, solía decir que había recibido luz verde para comprobar si «había agua en la piscina» para una negociación con ETA. El PP siempre lo negó.
José Luis Rodríguez Zapatero no quiso socios estables, ni de izquierda ni nacionalistas, pero se apoyó en ambos en su primera legislatura (2004-08). Instauró la «geometría variable» que le permitía pactar, previas cesiones, unas iniciativas legislativas con Izquierda Unida, Esquerra, Iniciativa y BNG, y otras con los nacionalistas moderados (CiU, PNV y Coalición Canaria)
Con angustias y sudores, Zapatero no perdió ninguna votación relevante en el Congreso. «Esto es un mal vivir», se quejaba el entonces portavoz de Esquerra, Joan Ridao. Intentó reeditar el esquema en su segundo mandato, pero se topó con la crisis económica que arrasó con todo, incluido su Gobierno.
Pedro Sánchez se negó a pactar tras las generales de abril de 2019 con Unidas Podemos. El líder socialista ofrecía a los morados, a lo sumo, una colaboración, pero los de Pablo Iglesias querían una coalición. «No dormiría por las noches», llegó a decir, si hubiera aceptado las imposiciones de Podemos. Las elecciones se repitieron en noviembre con la vana esperanza socialista de llegar a los 140 diputados, veinte más que siete meses antes.
Ante la cruda realidad de las urnas, Sánchez se curó el insomnio con un pacto cerrado solo dos días después de las elecciones del 10 de noviembre. «A la fuerza ahorcan», dijo un socialista que después sería ministro. Un pacto que se desmenuzó en enero en un programa de coalición.
Aunque Pablo Casado y Alfonso Fernández Mañueco soñaron con un gobierno del PP en solitario en Castilla y León, el objetivo enseguida se mostró inalcanzable. Un revés que entró en el cúmulo de razones que han acabado con el liderazgo de Casado. Los populares, ya con Alberto Núñez Feijóo al mando virtual, mantuvieron la tesis de gobernar solos. Era un farol que acarreaba el riesgo de una repetición electoral que sería letal para sus intereses. Se trataba de gobernar o no.
Se impuso la lógica del poder, y el PP pactó con Vox. Un acuerdo que todas las fuerzas políticas daban por descontado aunque el PP, de cara a la galería, intentara resistirse. «Es nuestro socio natural», recuerda Santiago Abascal, que aspira a arrebatar la hegemonía de la derecha a su ahora aliado. Mañueco retiene el Gobierno (el gran objetivo), Vox entra por primera vez en un gobierno y en el intercambio quedaron una serie de cesiones a la ultraderecha en violencia de género, igualdad y memoria histórica que habrá que ver cómo se sustancian.
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Carlos Nieto y Josemi Benítez
Josemi Benítez
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