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Mikel Ayestaran
Enviado especial. Yenín
Domingo, 11 de febrero 2024, 19:32
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«Nuestra moral está en lo más alto y la gente nos apoya. Vivimos para la gente y por Alá. Nuestra moral proviene de ese respaldo total del campo y la destrucción provocada por Israel no ha logrado su objetivo. El campo está con la resistencia», Jarebha (nombre de pila) aparece de la nada y se planta en mitad de la ruta central del campo de refugiados de Yenín con el dedo en el subfusil. Lo que era una carretera de asfalto ahora es un barrizal que trabajadores de la agencia de la ONU para los refugiados palestinos (UNRWA) tratan de hacer practicable para los coches de los 14.000 vecinos de un asentamiento que Israel asalta cada vez con más frecuencia y dureza. Sus habitantes son descendientes de palestinos expulsados de sus tierras en 1948 y es uno de los lugares más deprimidos de los territorios ocupados por el desempleo y la pobreza.
Desde que estalló la guerra en Gaza Israel ha intensificado sus operaciones en los campos de refugiados del norte de Cisjordania como Yenín, con el objetivo de acabar con una resistencia armada que no ha podido sofocar en los últimos años. Las facciones palestinas se han unido bajo el paraguas de las Brigadas de Yenín, donde combatientes de Yihad Islámica, Hamás y Fatah comparten trinchera. Milicianos como Jarebha, de 22 años, que lleva los últimos dos en la clandestinidad. Tiene los ojos fuera de órbita después de toda una noche de patrulla y asegura que han perdido «a muchos combatientes y seres queridos». «Sabemos que se convierten en mártires y eso nos alegra, pero compartimos el dolor con sus familias», afirma. No hay pared sin la foto de un 'mártir'. No hay familia que no tenga uno. Y esos 'mártires', a quienes Israel llama «terroristas», son cada vez más jóvenes.
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Los milicianos -pocos, muy motivados, pero mal preparados y peor armados para hacer frente a uno de los mejores ejércitos del mundo- patrullan por la noche y duermen durante el día. Justo el ciclo opuesto de la mayoría de vecinos, que durante mientras luce el sol están en sus casas y al ocaso escapan a la ciudad por el terror que provocan las incursiones hebreas, algunas de varios días de duración.
Los combatientes palestinos saben que cada jornada que pasa es una más que ganan en la carrera hacia una muerte casi segura. Israel controla cada movimiento desde el aire y entra por tierra cuando quiere. Yenín es una especie de campo de prácticas para los soldados. Un comando de las fuerzas especiales penetro hace dos semanas en el hospital Ibn Sina, pegado al campo, y ejecutó en sus camas a tres milicianos, uno de ellos un paciente parapléjico tras las heridas sufridas hace tres meses en un ataque de dron. Esta operación realizada por hombres y mujeres disfrazados de personal sanitario fue un mensaje para todos los combatientes.
La violencia se ha recrudecido en los territorios ocupados tras los ataques de Hamás del 7 de octubre, pero antes de esta fecha, en 2024, los israelíes ya habían matado a 234 palestinos, 52 de ellos en Yenín, según datos de la ONU. El ejército entra por tierra, con excavadoras que destrozan caminos y calles, y bombardea desde el aire, estrategia que no empleaba desde la Segunda Intifada y que ahora ejecuta en la mayoría de ocasiones con drones.
Ferial muestra una medalla con la fotografía de su pequeño Ashraf, abatido en junio por un dron. Tenía 14 años y era su hijo menor. «Soñaba con crecer y casarse, y que yo estuviera a su lado. Un día me dijo: Madre, ¿te entristecería si caigo mártir? Y yo le contesté: 'Claro que sí, porque eres mi hijo'. Afirmó que quería que me sintiera orgullosa si caía mártir. Le contesté: '¿Por qué dices esto?' y expresé que era mi vida».
A los pocos días llegó la operación de Israel y Ashraf murió tras el ataque de un dron contra el coche en el que se encontraba junto a dos milicianos cerca del puesto de control de Jalameh, al norte de Yenín. «Eligió ser mártir y lo alcanzó. ¡Qué Alá le bendiga!». Los israelíes se llevaron su cuerpo y lo retienen desde entonces. Ferial espera que se lo devuelvan pronto para poder enterrarlo y acudir a rezar a su tumba.
Los dos cementerios del campo están llenos y han tenido que adecuar una nueva superficie a las puertas de la escuela principal. Cuando los niños salen del colegio lo primero que se encuentran son decenas de tumbas, la mayoría presididas por la fotografía del difunto con un subfusil en la mano. Las últimas sepulturas son las de Mohamed Jalamneh, de Hamás, y los hermanos Ghazawi, de Yihad Islámica, víctimas de la operación del comando encubierto israelí en el hospital de Ibn Sina.
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Momen Saadi, profesor de Arte y Circo, espera a los niños que forman parte del club creativo. Desde el colegio hay apenas unos minutos caminando hasta el Teatro de la Libertad, uno de los lugares más emblemáticos del campo y que fue destruido por los hebreos en la mítica Batalla de Yenín de 2002. Esta vez los soldados no lo han reducido a escombros, pero vandalizaron sus paredes con estrellas de David, registraron las oficinas y detuvieron a sus responsables.
Saadi está preocupado por el impacto en sus alumnos de la extrema violencia que reina en el campo desde antes del 7 de octubre y por la situación que sufre Gaza. «Todo esto ha cambiado la psicología de los pequeños, que piensan que en cualquier momento les puede tocar a ellos. Los niños saben que podrían ser los próximos después de Gaza o que corren riesgo de ser detenidos, resultar heridos o morir en un ataque. Todas estas ideas se mueven en sus cabezas y cuando les preguntas qué quieren ser de mayores la respuesta es mártir».
Firas tiene 12 años y no acude al teatro. Cuando sale del colegio se sienta frente a la tumba de su primo y reza el Corán sentado en la tierra. Lo hace cada tarde siempre que no hay redada. Llega cuando va a caer el sol, cuando la mezquita llama a la oración del Asr. Su familia es de las que permanecen en el campo. No se va durante las noches. Firas es un muchacho de rostro moreno, fuerte y de muy pocas palabras. Terminada la operación se pone en pie y se dirige de vuelta al campo. Decido preguntarle la misma cuestión que formula Saadi a sus alumnos y Firas no duda un segundo: «Quiero ser mártir y proteger el campo del enemigo».
El 11 de mayo de 2022 el ejército de Israel mató a la periodista Shireen Abú Akleh de un disparo en la cabeza. La veterana reportera palestinoestadounidense del canal Al-Jazeera cubría una incursión israelí en el campo de refugiados de Yenín, perfectamente identificada con su chaleco y casco, cuando le dispararon. Los vecinos del campo de refugiados de Yenín y los periodistas de Cisjordania pintaron un mural en el lugar de su muerte y plantaron un cartel que en una de las recientes incursiones de Israel han resultado dañados por los blindados.
«Desde el 7 de octubre los soldados son más agresivos. Antes de ese día matar a Shireen se veía como un gran crimen, pero desde el estallido de la guerra en Gaza han matado a decenas de colegas y en Cisjordania tenemos muchos detenidos», explica Shatah Hanaysha, joven reportera que estaba junto a Abú Akleh el día de su muerte. En opinión de Hanaysha, «ahora trabajamos en situación de guerra y es muy peligroso informar sobre las incursiones».
Según los datos verificados por el Comité para la Protección de Periodistas (CPJ), «al menos 85 periodistas y trabajadores de los medios se encuentran entre los más de 28.000 muertos desde que comenzó la guerra». Y el ejército informó a grandes agencias como Reuters o AFP que no puede garantizar la seguridad de su personal local en la Franja.
La situación de seguridad en Cisjordania también ha empeorado y los movimientos de los reporteros son cada vez más complicados debido a los innumerables puestos de control israelíes.
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