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Momento del remate de Ramón Centurión ante la portería de Gimnasia. ILUSTRACIÓN DE JAVIER R. FAJARDO
Festejando goles

Festejando goles

JOSÉ ESTALELLA. Autor de 'Detrás del balón' y 'Además del balón, obras de las que se extraen estos relatos

Domingo, 20 de noviembre 2022, 19:01

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Ganó Boca Juniors el campeonato Metropolitano de 1981 con Maradona, Brindisi, Gatti y Morete. Un punto de diferencia sobre el segundo -Ferrocarril Oeste- refleja que fuera una competición emocionante y un título muy festejado.

Poco a poco todos se fueron marchando y el equipo se deshizo.

La afición intentaba encandilarse con los suyos, pero los resultados no eran los esperados, la realidad es que con aquellos jugadores no alcanzaba para luchar por los títulos.

Durante varias temporadas los dirigentes, que intentan componer una plantilla competitiva, rastrean el mercado nacional con el fin de acabar con la sequía de trofeos y malos resultados.

Para la temporada 1985 se fijan en un delantero centro de Unión de Santa Fe.

Llevaba ya Ramón Centurión varias campañas jugando como profesional, y aunque no era una estrella de relumbrón, era de esos jugadores que garantizaban un buen número de goles todas las temporadas. Sumaba 44 dianas en 135 partidos. Mediaba 0,32 goles por partido.

Cerraron el fichaje en abril de 1985. Debutó Centurión en competición oficial en julio de 1985.

Arranca bien, en los 8 primeros partidos oficiales logra 6 goles -incluido un hat-trick a Gimnasia y Esgrima de La Plata-, la media de goles es muy superior a lo esperado, 0,75 por partido. Un fenómeno el tipo. La grada, encantada con el fichaje.

Pero, por esas cosas que tiene el fútbol, nuestro protagonista se secó. Empezó a fallar goles cantados. No transformó tres penaltis en tres partidos seguidos. La afición de La Bombonera se cansó y la tomó con él.

Los partidos de local eran un suplicio y cada fallo era silbado fuertemente. Tanto fue que si regateaba le pitaban, si pasaba a un compañero también, un fallo ante la puerta rival ya se pueden imaginar lo que suponía, y así la frustración cada vez era mayor y sus posibilidades de éxito eran menores. Por la presión aparecieron la ansiedad y la falta de confianza.

Llegó el 15 de diciembre, partido contra Gimnasia, en la primera vuelta había hecho tres goles, el entrenador Zanabria -sustituto de Di Stefano- le confió el 9.

El partido avanzaba y el resultado seguía siendo el inicial, 0-0. Centurión sufría las iras de La Bombonera. Durante el descuento, y por esas cosas del destino, el delantero de Boca estaba en el lugar por donde pasaba un balón dentro del área, lo acomodó a su pierna buena y la colocó en el ángulo. No lo podía creer: ¡GOOOOL!

Centurión nada más ver como entró el balón en la portería salió como un cohete hacia la grada, enloquecido, imparable, gritando con toda la furia acumulada tras once partidos sin marcar. Por el camino hasta plantarse delante del alambrado que separa los aficionados de los jugadores se le sale la cadena o igual lo tenía pensado de antes. ¡Vaya usted a saber! Detiene la carrera, se agarra los genitales y le grita a su público, con todas sus fuerzas, mil cosas, ninguna bonita, claro está.

La afición reacciona contra él, abucheos, insultos, silbidos, gestos, no le importa al santafecino, su gol era un exorcismo liberador.

Vacío ya de toda la rabia acumulada se da la vuelta para recibir los abrazos de sus compañeros, pero observa que se lo miran de lejos, que no se acercan a celebrar, y es en ese momento en el que se da cuenta de que el linier tiene la bandera levantada, gol anulado por off-side. Tierra trágame, pensó. Se armó la marimorena. Ahora sí que le gritaban, de todo, a Centurión. Suerte que el partido estaba casi terminado.

Salió de La Bombonera camuflado en un coche de la policía para evitar un linchamiento.

Fue su último partido como xeneize. Era irreversible la situación. Centurión olvidó una máxima que siempre hay que tener presente: antes de festejar siempre hay que verificar. Hay que aclarar que no engañó a nadie, cumplió con la misma media de goles que en Unión de Santa Fe, 0,32 por partido. Estuvo a su máximo nivel.

Lo de la educación o más bien la falta de ella ya es otra cosa, y eso, ninguna afición lo perdona. En el fútbol el reproche puede ir del cemento al césped, en sentido inverso jamás.

Forlán en el United

Nuestro siguiente protagonista también se dejó llevar por la emoción, aunque lo suyo fue para morirse de frío.

Llegó en 2002 Diego Forlán, pedido por Sir Alex Ferguson, a un Manchester United de campanillas, plagado de enormes jugadores. Con mucha calidad técnica y ese espíritu del fútbol de las islas -el derroche físico no es negociable- los Beckham, Scholes, Keane o Giggs competían por la Premier y por la Champions hasta las últimas instancias.

Al uruguayo le tocaba pelear/compartir puesto con Van Nistelrroy, según el gusto de Sir Alex de alinear dos puntas o solo un ariete. Le costaba a Forlán hacerse un hueco. En 11 jornadas una sola titularidad y un gol que había servido para empatar en casa contra el Aston Villa. Escasa aportación.

En la siguiente jornada -la 12- repetían en casa, recibían los de Old Trafford al Southampton. Forlán comenzó en el banquillo, saltó al campo en el minuto 79 con el partido empatado a uno y muy alejados del líder, otro tropiezo en casa podría resultar fatal - el Liverpool ya le sacaba 8 puntos, así que Sir Alex lo puso como solución de emergencia. Con pocos minutos para lucir, pero confiado en su capacidad goleadora, el uruguayo con la camisa roja y el pantalón blanco se adentró en el campo. Como es un nueve y tiene el gol en la cabeza en el minuto 86 le cayó un balón cerca de su posición, estaba fuera del área, pero ni se le pasó por la cabeza cederlo a un compañero, el uruguayo le largó un zapatazo que entró por la escuadra. Era el gol de la victoria, loco de alegría corrió hacia el córner y por el camino se sacó la camiseta -como había celebrado siempre los goles importantes -, la agitó haciendo el molinillo, la grada se vino arriba.

Desde las inferiores las inferiores de Danubio en Uruguay y con el Independiente de Avellaneda lo había hecho, le salía así, no era una pose.

Terminó la celebración y se acercó al trotecito a su campo para el saque de centro del contrario, feliz, disfrutando el momento. Olvidó que estaba en Inglaterra, no en Sudamérica y que en las islas el fútbol va a otra velocidad. Nada más cruzar a su campo el partido se reanudó en un abrir y cerrar de ojos, el equipo visitante no se daba por vencido y tenía prisa, no había un minuto que perder. En cuanto rodó el balón la jugada derivó inmediatamente hacia la zona en la que estaba el descamisado goleador, así que no tuvo otra que perseguir a los jugadores visitantes a pecho descubierto, con la camiseta en la mano.

El balón ni salía del campo ni la jugada de su área de influencia. Forlán no tenía tiempo para ponerse la casaca, solo podía participar en el juego, no podía pararse y abandonar sus obligaciones, so pena de que su entrenador le diera una buena reprimenda y quien sabe si alguna temporadita en el dique seco. Durante unos minutos sobre el césped correteaban 21 muchachos con sus colores -de rojo los locales, de blanco los visitantes- y un tipo semidesnudo. Por fin hubo un parón y aprovechó para volver al estado natural de un jugador profesional.

El árbitro cerca de la jugada le instó a ponérsela, sin sanción, no estaba previsto en el Reglamento esta situación. Tras este episodio la FIFA y la UEFA viendo que otros goleadores tomaron por costumbre la celebración y que aquello iba a más tomaron, un par de años después, la decisión de amonestar con tarjeta amarilla a los jugadores que se quitaran la camiseta, y eso que ninguno jugó con el torso al aire como el charrúa aquel sábado 2 de noviembre de 2002 a 10 grados de temperatura.

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