La Zaranda: el teatro como lienzo y como partitura
La compañía andaluza presenta 'Manual para armar un sueño' este viernes y sábado, días 25 y 26 de abril, a partir de las 19.30 horas, en el Teatro Cuyás de la capital grancanaria
En un tiempo dominado por el vértigo de lo inmediato y el brillo efímero de lo espectacular, el teatro de La Zaranda se alza como ... una isla de resistencia poética. Desde su fundación en 1978 en Jerez de la Frontera, este grupo -primero Teatro Inestable de Andalucía la Baja y luego Teatro Inestable de Ninguna Parte- tiene una de las trayectorias más coherentes y singulares del panorama teatral español. El secreto de su longevidad y de su fidelidad artística reside, en buena medida, en su concepción del teatro como arte total, en el que la imagen y el sonido son tan esenciales como la palabra.
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Las obras de La Zaranda no solo cuentan historias: las pintan y las componen. Su universo escénico no se entiende sin el peso simbólico de los objetos que pueblan el escenario ni sin la cadencia rítmica -a veces cercana al rezo, al cante jondo o a la plegaria litúrgica- que modula la palabra y los silencios. Tienen la capacidad de convertir el espacio escénico en un lienzo cargado de memoria, y el sonido en un eco que reverbera en el espectador.
La escena como lienzo, la poética visual de La Zaranda
La escena deviene en un verdadero lienzo, donde cada objeto -una silla de anea desfondada, un traje raído, una fotografía amarillenta, un mueble desvencijado- funciona como una metáfora del tiempo, del abandono o de la memoria. La escenografía está poblada de ausencias tangibles. En 'Mariameneo', Mariameneo, colgaban de una cuerda ropas que evocaban a los muertos de una comunidad desaparecida. En 'Vinagre de Jerez', los personajes -un tocaor, un cantaor y un bailaor rancios- deambulan por una bodega andaluza en ruinas, rodeados de barriles y garrafas que ya no contienen vino, sino sólo polvo y recuerdos. En 'Perdonen la tristeza', la acción se sitúa en un viejo teatro clausurado, donde las fotografías de los actores del pasado cuelgan como reliquias silenciosas de un arte que parece condenado a desaparecer.
En estos espacios deteriorados -que remiten a una España vencida, olvidada- los personajes sobreviven no tanto por lo que hacen, sino por lo que resisten. Son náufragos del tiempo, fantasmas de sí mismos, seres suspendidos entre el pasado y un futuro que no llega. Y es precisamente en esa suspensión donde La Zaranda alcanza su mayor potencia plástica: congelando el instante, convirtiendo la escena en un cuadro viviente. No es raro que muchas de sus composiciones escénicas recuerden a lienzos de Velázquez, Goya, El Bosco, Ensor o Dalí. En 'Futuros difuntos', por ejemplo, los personajes remiten a los bufones de Velázquez; en 'Perdonen la tristeza', una escena reproduce casi con exactitud 'La coronación de espinas' de El Greco; en otras, la imaginería de Semana Santa —nazarenos, descendimientos de la cruz, y, sobre todo, calvarios— se convierte en lenguaje escénico.
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Este vínculo con la pintura no es solo un homenaje estético, es una forma de hacer visible lo invisible, de materializar el dolor, la pérdida, el paso del tiempo. Como en los retablos barrocos, La Zaranda pone en escena la tragedia como espectáculo ritual, no para edulcorarla, sino para confrontar al espectador con su propia condición.
El oído también mira: el teatro como partitura
Si lo visual define la textura de La Zaranda, el sonido le otorga volumen, respiración y sentido. La dimensión sonora de sus montajes no es un mero acompañamiento musical, sino parte sustancial de su dramaturgia. Cada obra está tejida por una partitura de palabras, silencios, quejíos, ruidos, músicas y letanías, que actúan como resonancias emocionales.
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La cadencia del habla recuerda al cante flamenco, especialmente a palos como la seguiriya o la soleá, en los que el dolor se expresa a través de la reiteración rítmica. Muchas frases funcionan como estribillos o letanías: se repiten, se modulan, se deforman hasta adquirir una intensidad emocional que trasciende el significado literal. En 'Ni sombra de lo que fuimos', los personajes repiten: «¡Qué agonía más larga!», con la voz rota de quien se sabe condenado a no encontrar salida. En 'Obra Póstuma', un personaje insiste en que «no dejará nunca de mirar el horizonte», como si la esperanza fuera una nota persistente en una sinfonía fúnebre.
Además, la música popular y sacra andaluza impregnan la atmósfera de sus montajes. La compañía ha hecho uso recurrente de saetas, marchas de Semana Santa, coplas y melodías del folclore, no para ilustrar lo que ocurre, sino para contrapuntearlo. En 'Perdonen la tristeza', mientras el viejo teatro muere, afuera suenan coplas del carnaval gaditano; en 'Obra Póstuma', una saeta introduce la escena como un lamento que ya existía antes de que el telón se alzara. Estos sonidos activan la memoria cultural del espectador y conectan lo privado con lo colectivo, lo íntimo con lo histórico.
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Pero quizás el rasgo más poderoso de su decorado sonoro sea su manejo del silencio. En La Zaranda, el silencio no es ausencia, sino presencia elocuente. Tras un grito, una confesión o un recuerdo, llega el vacío sonoro que obliga a detenerse, a escuchar lo que no se dice. Estos silencios son, en palabras de la crítica, «necios y tercos», pero también profundamente conmovedores, invitan a mirar de otro modo, a respirar distinto, a suspender el juicio y abrir la emoción.
Una poética de la verdad emocional
El teatro de La Zaranda habla con imágenes y canta con silencios. Su lenguaje escénico es una fusión de pintura, música y palabra que no busca deslumbrar, sino despertar. No hay pirotecnia ni artificio, hay gesto, mirada, luz, sombra, voz rota, y objetos que respiran historia. Por eso, sus obras no se 'entienden', sino que se sienten, son experiencias estéticas que atraviesan el cuerpo y se quedan adheridas a la memoria.
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Más allá del contenido de sus piezas, La Zaranda ha construido una estética de la verdad emocional, una forma de teatro que rechaza la inmediatez y el consumo para reivindicar la belleza de lo esencial, de lo frágil, de lo que persiste. En sus montajes, la pintura está viva y la música no suena, duele. Quizá por eso, después de cada función, el espectador no aplaude solo una obra: agradece un rito, un acto de fe compartida, un espejo que —como ellos dicen— «no adula, sino que incomoda», y que sin embargo nos reconcilia, por un instante, con lo que somos.
Se le puede aplicar lo que decía Gómez de la Serna sobre Valle-Inclán, que parafraseo: La Zaranda son como los espantapájaros que intentan evitar que los grajos se coman las uvas del arte.
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