Verdi 'inmaturo'; pero Verdi
El Teatro Real de Madrid ofreció una versión concertante de 'I Lombardi', la cuarta ópera del genial compositor de Le Roncole que un año antes, en 1842, se había coronado con el estreno de 'Nabucco' en la Scala.
Buena novedad en estos tiempos: la recuperación de la cuarta ópera de Verdi, tras la triunfante y más conseguida 'Nabucco' (La Scala, 1842): 'I lombardi ... alla prima crociata' basada en el poema de Tommaso Grossi (1826) y con texto de Temistocle Solera, libretista asimismo de la ópera anterior. La Scala fue también el escenario el 11 febrero 1843. La obra vería más tarde una revisión con destino a la Ópera de París, 'Jerusalem', estrenada el 26 de noviembre de 1847 en traducción de Royer y Vaëz. Luego esta versión se vertería al italiano por C. Bassi y se presentaría en La Scala el 26 de diciembre de 1850. Se ha recuperado ahora esta ópera en su versión primigenia para ofrecerla como una más de las propuestas concertantes del Teatro Real de Madrid, donde se estrenó en 1853.
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Desde luego no es una de las mejores partituras del Verdi temprano, coronado tras el estreno, un año antes, de 'Nabucco'. 'I Lombardi' dista de poseer la unidad, el sondeo de caracteres, la amplitud, la sucesión de acontecimientos hasta un cierto punto de vista lógicos, de aquella ópera. Pero, claro, tratándose del músico de Le Roncole, siempre hay donde admirar. A la obra le sobra evidentemente flujo melódico, facilidad para el manejo de grandes conjuntos, sabiduría en la delineación de pasajes a solo, a dúo o a trío. Pero la construcción es desigual, la línea dramática no tiene continuidad, los vanos y puntos muertos son numerosos.
Otto Nicolai, el creador de aquella animada ópera titulada 'Las alegres comadres de Windsor' (Berlín, 1849) se pronunciaba muy negativamente y la consideraba una «interminable colección de furores, de efusiones de sangre, de injurias, de palizas y asesinatos». Todo ello, es cierto, diseminado de manera irregular en una acción cuajada de acontecimientos en la que la lógica narrativa hace aguas. En todo caso, el talento del joven músico aparece aquí y allí. Como las influencias, indiscutibles en muchos casos. Ahí tenemos, por ejemplo, la sombra del 'Mosè' de Rossini (1840). Y de Bellini. Marie-Aude Roux señala, por ejemplo, la línea musical y melódica de la parte de Oronte y de Giselda (sobre todo en la 'cavatina' del acto II 'Madre se vano è il pregare'). Se pueden percibir, claro, otras influencias, como la de Mercadante, en concreto de su ópera 'Il giuramento' (1837), en donde se localiza un largo solo de violonchelo, que evidentemente, tiene conexión con el inesperado solo de violín en el Preludio del tercer acto de 'I Lombardi' y que tocó primorosamente en este caso la concertino Gergana Gergova. En todo caso no se puede negar la existencia de otros momentos muy logrados. Junto a los citados hay que mencionar los dos tríos mortuorios de la parte final.
Una de las rémoras, aparte la desigualdad y desproporción narrativa, es la acumulación de peripecias, que tienen lugar las más de las veces fuera de nuestros ojos. Sin acción, sin verdadera «dinámica trágica». Lo señalaba muy bien Piotr Kaminski cuando afirmaba que la misión del libretista era prácticamente imposible: reducir en cuatro actos coherentes una inmensa materia literaria de enorme duración. El escenario es bancal y no existe posible unidad, algo que sí se daba en 'Nabucco' donde pululaban personajes mejor definidos. En 'I lombardi' nos topamos con Giselda, noble y que canta páginas muy bellas, pero que posee una psicología sumaria. Oronte, su enamorado, no existe prácticamente desde un punto de vista dramático. Pagano, que aparece bien caracterizado al principio, se disuelve enseguida. Arvino se esfuma prácticamente después de un comienzo prometedor…
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No existe, afirma el mismo estudioso, una construcción teatral digna de tal nombre. Asistimos a una sucesión de cuadros inconexos. Sin embargo, después de un comienzo decepcionante viene una impresionante escena delante de la basílica en donde se escucha un estupendo quinteto, el aria vigorosa de Pagano. Luego, en el cuadro siguiente, la plegaria de Giselda. Más tarde el interés dramático decrece, aunque la música mantiene cierto interés gracias a las arias de Oronte y de Giselda o la procesión de los peregrinos. En el acto IV Giselda canta la llamada «cabaletta de la visión» y los lombardos su himno patriótico. Aunque, eso es cierto, en medio de todo ello, se abren «abismos de banalidad» que casan con las incongruencias del libreto.
Uno de los más conspicuos biógrafos de Verdi, Gino Monaldi, escribió que en 'I Lombardi' el compositor parecía «sombrío, agitado, grosero, descuidado. Un curioso nerviosismo parecía haber hecho presa en él». Un nerviosismo, hay que decir, que, con muchas irregularidades, llevó a buen puerto muchos momentos de la historia, en parte señalados, que prenden, dada su penetración y valor pictórico, con facilidad en el público que, y así suele acontecer en otros casos, se deja llevar por la llama verdiana y perdona las incongruencias. Como en parte las perdonamos a lo largo de esta versión concertante, una más de las que alimentan el 'cartellone' del Real.
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En esta ocasión disfrutamos especialmente de la actuación de la Orquesta y sobre todo del Coro, que está dirigiendo sabiamente José Luis Basso. Los abundantes números corales tuvieron pronta y aguerrida respuesta, valiente y decidida, tanto en la parte masculina como en la femenina. Frases musculadas, altisonantes se dieron la mano con las más delicadas. Muy bien, por ejemplo, el interno que abre la escena tercera del primer acto, 'A te nell'ora infausta'. Flexibilidad y general afinación bien articuladas por la mano del siempre efectivo -en ocasiones efectista- Daniel Oren, gesticulero, demostrativo, apasionado y caluroso. Musicalmente todo o casi todo transcurrió por las mejores sendas y hubo general cohesión y una línea narrativa acorde con los acontecimientos; ya se sabe que de desigual exposición.
Con ese buen soporte las voces no tuvieron problemas de encaje. Hay que hacer distingos. Anotemos primero el nombre de Miren Urbieta-Vega, en un papel, el de Viclinda, breve y poco lucido y que no tiene ningún aria propiamente dicha. Como siempre, afinada, homogénea, luciendo su grato timbre de lírica. La protagonista femenina, la rusa Lidia Fridman, que sustituía a la enferma Anna Pirozzi, hizo lo que pudo. Es muy joven (29 años) y está en el camino, pero su canto es extrañamente irregular. Al lado de frases hermosas, bien trazadas con un gran sostén del aire, construye otras a medio camino y en la caballeta de la visión del acto cuarto dibujó mal las agilidades y se quedó a medio camino en prueba de técnica no acabada. No siempre estuvo afinada. Pero la voz es importante, la de una lírico-spinto amplia y con un vibrato contundente y en su sitio.
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Bien, sin excesos, Francesco Meli, un lírico no abundoso en armónicos, pero entonado, claro de fraseo y brioso. Cantó bien la célebre 'La mia letizia infondere'. El otro tenor principal, Iván Ayón Rivas (Arvino), un lírico en crecimiento, lució su bruñido timbre y se fue valientemente en el coro del tercer acto al Do sobreagudo. Decepcionante el Pagano del bajo-barítono Marko Mimica, escaso de timbre y de fuelle, apuradillo casi siempre en la zona alta. Fraseó con intención, pero su labor fue muy gris. Sustituía a Alex Esposito. Los demás cumplieron satisfactoriamente. David Lagares, un bajo en crecimiento se impuso en la parte de Pirro. El tenor Josep Fadó mostró sus tablas en el breve cometido del Prior; Manuel Fuentes dio cuenta de sus hechuras de bajo en sus frases como Acciano y la soprano Mercedes Gancedo se portó como madre de Oronte.
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