Roberto Moreno: 'Firgas Tronomon', una exposición tan vivaz como lo que yantamos
Correlato fantaseado en torno a la muestra del pintor y científico expuesta actualmente en el Liceo Cultural del municipio grancanario de Firgas.
Que Roberto Moreno ha decidido, definitivamente, hacer un divertimento del hecho de pintar, ya no produce duda de ninguna clase. Que pintar supone para él ... estar al día de lo que disfruta y considera es una manera gozosa de gastar la vida que le resta por delante -regalada o sugerida- con alegría, tampoco contrae disquisiciones; y que continúa siendo el retrato el reto a través del cual resuelve cómo mejor aprovechar ese disfrute, se hace más que patente. Solo que esta vez el pintor ha decidido orientar la disciplina y prefijar su trabajo sobre una temática tan inherente como sugestiva: la gastronomía.
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Y a través de ella quedan representados algunos de los hacedores de esa maravilla de invención humana por la cual comer se transforma en una suerte creativa de deleite, en la imagen elocuente de recrearse más allá del mero asunto pedestre de alimentarse. Será, por tanto, un estadio superior por el que el ser humano -más lejos del homo sapiens, si cabe- comportará los regocijos de su paso consecuente por el mundo y su modo de transitar la vida. Si por comer trasladáramos solo deglutir la vida se nos haría la cosa más chata que llegáramos a deducir. Por tanto, imaginar nos traslada al rango superior, donde la voz se entronca con su más hermosa deriva: la exquisitez. Definitivamente, a la elevación sapiens-sapiens por el sibaritismo ya en su colmo hedonista.
Pero centrados en la exposición aclarar que su contexto la componen los retratos de los chef, maîtres, sumiller, jefes de sala y hasta camareros y camareras de los restaurantes que el pintor visita, donde recrea el paladar, departe con amigos y crea cercanías de amistad y de cariño con los mullidores del supremo adobo. Hasta aquí lo evidente por demás que nunca elemental; en adelante van, las fijaciones plásticas, las reminiscencias pictóricas, los guiños históricos, las usurpaciones técnicas y hasta la traslación copista de lo que el pintor considera es un agasajo, más que reverencia, a las corrientes pictóricas históricas por las que transita y con las cuales establece juegos de valoración artística pero, sobre todo, derivaciones en torno al pensamiento y la modernidad del arte actual, y las oferta en cuadros embutidos de una nueva disposición, siempre bajo el prisma de su visión de avanzadilla.
Más allá del primario comer el gozoso yantar
Destaca en la exposición el anaquel específico en el cual, como en un friso clásico, se aprecian las cualidades culinarias, el dominio de la escena, el aparataje tan profesional como personal con que se les reconoce, y por el que se evidencian, a los gestores, chef y maîtres de los restaurantes, esta vez con nombre propio, como lo son de 'La Dehesa de Triana', de 'El Equilibrista', de 'El Embarcadero' o del propio 'Adago Gastro', acompañados en cercanía por el de 'Happetito' o, más lejanamente, del 'Gambrinus' o del 'El Rincón Libanés' y en un tirabuzón de ensoñación, de la 'La Pera Dorada', en Praga, al que, de seguro, en algún año de estos, acabaremos por ir. Y como es ya costumbre en el pintor, referenciar a cada uno de ellos según la impronta que como humanos le trasladan, pero de igual manera, la permisividad de coquetear con la temática referencial que el recorrido del arte le propala para establecer diálogos diversos y expansivos con varios artistas y modos pictóricos que le son agradable visitar, donde destacan las fijaciones 'matissianas' -sus trampantojos en torno a Matisse- en el color y los fondos florecidos o el despliegue 'shcieleano' -su devoción por Egon Schiele-, tan irreverente como intencional, para procaces damas en dudoso modo meramente decorativo.
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Pero este arropamiento para la muestra no concluye en lo referido al arte culinario de los hacedores; pues, lo sabemos, la comida -la liviandad en las viandas, el sazonar de los sabores, la sofisticación de los olores, el alborozado verdor en el emplatado- sin unos comensales dispuestos al disfrute acaba siendo más bien poco, nada si no es aliño del deleite. Y hasta ellos también el pintor derivó su mirada para ofertar un abanico tan extenso como esplendoroso: el gozo que genera desde la misma infancia hasta la plena madurez. Desde la inmediatez de un bocado al chocolate favorito, pasando por el humilde paladeo de un robusto pescado en la playa hasta una opípara e indescriptible cena al borde mismo de lo que la modernidad depara. Así, hasta la colación sacra de quienes nos ilustran y acaban por sabernos hacer que comer, más allá del nutrirse, del grato refrigerio, del deleitoso yantar, abarca asimismo, una generalidad de sinónimos que acaban por hacer la boca agua, para el placer de todos los sentidos finalmente.
Louise Brooks en la Firgas... de siempre
Ahora bien, jamás olvida el pintor referenciar y traer a su componenda plástica a la que, estatuida ya como su musa, hace testigo presencial y adverbial de lo que el acontecer culinario concede. Y tenemos, por tanto, a Louise Brooks, traída desde aquella su época, que tan generosa en sofisticación y epicureísmo a partes iguales fue, y el pintor la representa a punto de una picardía, mayordomo sugerido y gato recurrente, en una fascinante noche parisina para la voluptuosidad o ya en una bacanal 'charpentierana' de doble prisma -musical y literaria a la par- al borde del 'revolú' y condescendiente con su viejo pintor de siempre, enrocado en la ironía y sustentando la diatriba para el más que espiritoso sarcasmo. En el adecuado marco de una decadente cena animada por músicos gatunos al punto y un derrame de 'pescatería' de costa de fantasiosa recurrencia norteña, 'empadronada' donde el libar hace arraigo.
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Acabando, la pieza que distingue la exposición y que marca la vitalidad de la que goza es, a mi entender, 'Firgas… de siempre', que ejerce como cartel y reclamo de la muestra en un sustraer a la memoria la posibilidad mágica de que la musa Louise Brooks se llegase a visitar la villa de Firgas, allá por el año en que Míster Leacock le hiciera invitación a remansar su exaltada vida, muy al margen del celuloide, en la Isla.
Se barrunta -aun no constando noticia en diario alguno de la época- que por la fecha exacta del domingo, 10 de agosto de 1930, justo apenas tres días después de la puesta en funcionamiento de la emblemática fábrica del Agua de Firgas se detuvo la diva en la villa: y allá que el cartel representa a la actriz asomada a la balconada del propio Liceo en un pavoneo de laxitud cinematográfica mientras ajusta a su paladar el 'bon goût' que le induce a pronunciarse sobre el agua recién nacida al mundo… ya para siempre.
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Supone el cartel, en un alarde de tonalidad 'decó', una aspiración en apariencia diletante consustancial a una época histórica, industrial y artística, mental y hasta gastronómica que difícilmente volverá a igualar esta civilización. Esa es la idea que se sustancia en 'Firgas… de siempre'.
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