Alisio, Lapilli, magma: Aire, signos, isla en la obra de Conchy Rivero
Este texto analiza la exposición 'Pálpito de la Tierra', de la artista, actualmente expuesta en el Liceo de Firgas.
Para el catálogo de la exposición de la artista, 'Caleidoscopio' (2001), el escritor y pintor Francisco Lezcano, elaboró un poema introductorio en el ... que, entre otras inferencias, expresaba: «(…)/ Hemos hablado/ del pálpito de la Tierra afligida,/ de esa aridez cotidiana, provocada,/ mustiadora de todo sueño/ y previsión secreta./ (…)». Mientras concretábamos el orden de la muestra que aquí traigo a colación, en el momento de decidir su titular de cabecera, caímos en la cuenta de que ya Paco Lezcano nos lo había facilitado, y así quedó decidido, la exposición se titularía: Pálpito de la Tierra, como ya avizora nuestro autor.
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Para ir en busca del paisaje
Ya, cuando tomó consciencia, el paisaje estaba allí. Entonces, asumiéndolo, se bañó en su realidad: fijó sus telúricas raíces secas, tomó su pequeña mano arbórea, alzó la mirada hacia sus copas enraizadas y decidió que estaba todo en orden para el ensoñamiento. Así que lo cuidó como un jardín ajeno, lo emparentó con el paraíso aprehendido de la leyenda, le dio forma a sus aledaños, pulió con esmero su visaje a veces ensombrecido de calima y allí resplandeció el paisaje nuevo, declarado próvido para ser reflejo sobre tela o lino, en la estampa que la pintora decidiera. Y la pintora se otorgó ahondar aún más rotunda, donde el alisio enhebra su estructura de aire, donde la tierra se reconoce engarzada al volcán, donde es el lapilli remedo milenario de un cráter voraz. Observó el paisaje humilde si bien múltiple, tan elemental como paradigmático; constató en el acercamiento a sus recintos lo lejano de su reconocimiento, lo enajenado a su proporción, la extensión mínima que en su voladura delineaba sin dimensión. Percibió lo engañoso que el propio paisaje se construye cuando no se ansía representación y sí precisa asumirse enarbolado: como un signo que traspasa la mirada y se enclava al fondo de la memoria, que lo ha transitado siglos antes de entenderse ser parte de lo que por él se corresponde: ese espacio donde el universo late en la simiente de un henequén, por los bordes saurios de un berol, donde la tabaiba se engrosa para procrear savia y más arriba, cuando el tajinaste se evapora crisálida al firmamento o el drago se confirma sangrante.
Así llegó la pintora al deslumbramiento de la variada fruta: del tuno que la espina guarda, de la pinocha que la sombra doma aceitosa, del cardo que al tabefe aroma; de las llegadas de fuera del trazo insular: la naranja que el lino torna anaranjado, la sandía que enrojece la tabla, y alguna más, mistérica, que hecha rebanadas exhala pulpa en azul sobre el lienzo. ¿Qué hubo del plátano o la caña azucarada llevados a 'continentar'? ¿Y del aguacate o el mango traídos por ultramar? ¡También! Y adivinó que de esa gracia alguien era responsable, hasta que registró la pintora el alma de la tierra traída en el lapilli rojo que al almagre dota de luz, y trazó por ellos los utensilios que al barro dieron forma, no para otra cosa que albergar en ellos la magnitud de la isla ensoñada: el agua, la fruta, la semilla, el calor, la tradición, lo que hace tomar conciencia de un lugar. Ahí delató la presencia del hombre: la tierra roturada a mano; el secano a la umbría, el verdor a la solana; de la mujer: el muro enjalbegado donde la ropa se hace aún más blanca, el patio soleado dando caldo al millo, la ventana abierta a la noche hasta macerar el fruto; el cañizo donde el beletén da nombre macho a la leche, en un sinfín de verdades absolutas. Y más que probable: el burro, la cabra, la oveja, el perro, algún gato y allá él, y en la cañada, el lagarto, el conejo, la paloma que viene y va y a menudo vuelve, el pájaro múltiple, ya canario ya pinzón; ya mirlo ya aguililla adueñada del verano. Donde el hombre y la mujer la pintora, al fin, descubre la casa: ese espacio mínimo atrincherado bajo el sol, ese cubo simple reluciente a mediodía en la retumbante luz. Las azoteas alineadas al sol, abiertas al viento para la ropa entintada en blancor, resguardada a los alisios donde la piña olvida su camisa y el grano se amarilla dejando penetrar el color hasta el carozo. La casa delineando un ángulo donde el paisaje se atona, donde el azar dispuso un hueco para que el sol se orientara hacia ella y no derramara en balde sus rayos, a modo con la cancela baja hasta que la begonia se vira flor de mundo al mor del murete rústico o la buganvilla escalando lateral donde reposa el hogar. La palmera, seguro que ya se erguía antes de que la casa se alzara chata, bajo su melena asilvestrada al mor del alisio sustantivo. Y puede que llegue a tener tejado la casa, a dos aguas, por humildad y no ser de cuna, puede que hasta la remate una veleta y puede también que la chiquillería la rebose de risas y griterío matutinos, de la orden paterna al claror del plantío, del reclamo materno a la caída de la luz, a la huida del sol por el poniente marino. Es la tierra o, más, la Tierra, y a su pálpito la pintora resplandece encandilada.
Aprehendida esta consustancia la pintora recurre al juego que la pintura otorga, que el arte retomó para la modernidad, así se hizo con el ardid angular y la descomposición versal, en el instante preciso en que la tradición pictórica estableció su componente diferencial: el cuadro desmembrado en proporciones no áureas, la mancha enlucida en la disparidad, la razón matérica explicitada según tibieza o profundidad, los tonos superpuestos en variada modulación y los planos -¡ah, los planos!- encareciendo el paisaje donde el espectador derrama la mirada intencional, al cabo, tensional. Nada es del paisaje si antes no fue de la propia pintura y con igual concreción, nada es de la pintura si antes no fue de la porción emocional. El paisaje por donde la pintora hace transitar los recursos que recoge de una voluntad posmoderna no es el paisaje que ya antes transitara un pintor de finales del siglo XIX, porque no es idéntico el ánimo de acercamiento a él, de disección de sus componentes, de comprensión de su abarcamiento. Y no lo es aun estando enclavado en una misma modulación geográfica, porque es otro el tempo que atraviesa la celeridad de comprensión de la obra de arte; es distinto el manejo no de los utensilios y sí de la disposición del ideograma en la extensión de la tela, en el calado del discurso, en la gradiente que hace del arte ser de la modernidad, del momento que se piensa a veces, más, que del que manufactura, y más aún para el ojo que lo contempla.
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O regresar con el legado presentido
Pero en esta propuesta expositiva la artista abarca asimismo otra de las disciplina que le ha permitido su recorrido por la curiosidad, su ansia por la diversificación, su pasión por la manufacturación: la estampación sorpresiva, la decantación aleatoria… Y luego, la delicadeza para aclimatar el proceso a una manera discursiva en la que la artista, esta vez grabadora, viene insistiendo hace más de un cuarto de siglo. La temática en este caso sigue siendo la isla, su rastro, el remanente de una escritura que ya no es mensaje y sí signografía, pero que se adentra como magma hasta el raquídeo y se asienta en el idiolecto común como el ADN nos marca para el resto de los tiempos. Retornamos aquí a la presencia significante del ser, de otro que habitó la isla, atravesó el malpaís, se remontó hasta la boca misma del volcán y disfrutó el lapilli hasta el borde mismo del confín terrestre antes de este otro ser reconocible en nuestros propios gestos.
Fue aquel un ser que nos trasmitió un lenguaje para la imposibilidad del desciframiento, un sistema sígnico que acabó suponiendo más una lectura desde la componenda visual que desde el entendimiento para la comunicación: no recupera el lenguaje, y habría sido la lógica, quienes trabajan el habla, menos los que se inclinan sobre la escritura, aún menos los empeñados en el desvelamiento y sí dialogan con él los que sin necesidad de poseerlo, lo trocean, lo encapsulan, lo contraponen, verifican su altísima capacidad de trasmisión visual y su hondísima sistematización emocional. Varios han sido los artistas canarios que sintiéndose atrapados por su iluminación gráfica han recurrido a él para, tal vez, intentar entender la gramática gráfica que manejó aquel otro ser asentado aquí antes de la civilización normalizada. Se sabe a ciencia incierta, pero la pervivencia de esta característica pétrea por trascender ha superado a los artistas actuales, quizá a los futuros también, y han recogido y reconocido en ese rastro, en su marca lítica, la patente que identifica la memoria de un pueblo trascendida en la consumación de sus herederos. Si Conchy Rivero, como otros tantos artistas, han sentido la atracción por esa signografía no es porque su desciframiento pueda saltar en el momento donde alguno de los artistas identifique su alfabeto. Nada más lejos: es el encantamiento, la evidencia de que ese lenguaje, no es que posea capricho universal, es que, no siendo de ninguno a todos atrae concernidos, no siendo recurrente todos hallan en él una manera personal de acercarse a través de la emoción a aquel ser que estampándolo lo dejó impreso en el malpaís seco para que el artista actual acabara por hacerlo suyo enmendando ahí una lectura de la modernidad: la no necesidad de su desentrañamiento concede más hondura al enigma y así los signos, las voces pétreas, las huellas trogloditas lo son también, ya hoy, un lenguaje donde el artista actual halla amparo a la nomenclatura de su gestualidad, de su conformación plástica en su trazado.
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Pintaderas, así de sencillo y no elemental, es el nominativo genérico que la pintora ha elegido para desarrollar varias series vinculadas a las posibilidades de ese idioma gráfico oculto, no desentrañado, pero que se viene multiplicando por la mano de Conchy Rivero, como por las de otros tantos artistas, a través de medio milenio y mayor expresividad, con más capacidad de desdoblamiento y en una sucesión de variaciones que se componen casi como si de una fuga musical se tratara. Conchy Rivero decanta estas signaturas desde el campo del grabado y elabora una posibilidad tanto visual como epigramática que le permiten despertar en el ojo del espectador las lecturas plurales que en el enigma quepan. Y parece, es tal la sustanciación del enigma, que caben todavía más conclusiones a sus variantes y más artistas atraídos a su entendimiento. Es aquí, también, el pálpito de la tierra, de la otra Tierra, de la tierra anterior por los ancestros concedida, donde la pintora, para el caso grabadora, prolija sucinta una sentencia para el futuro.
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