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Años 70. El país continuaba bajo el signo del yugo y las flechas y la Iglesia imponía su moral cristiana siempre que podía. El carnaval estaba prohibido desde 1936, pero había rincones de Las Palmas de Gran Canaria en los que las mascaritas sorteaban el veto gubernamental y gastaban bromas en calles, casas particulares, casinos y sociedades culturales y recreativas.
Una de ellas fue Paco Medina, histórico de la organización de las carnestolendas, que era tan solo un adolescente cuando se echaba encima cualquier traje viejo de su abuela y salía a la calle. «Me ponía lo primero que encontraba en casa y hala, a correr el carnaval». Siempre con cautela para no toparse con algún guindilla. «A muchas mascaritas les tocó huir con los disfraces a cuestas. Si las pillaban, les ponían una multa, aunque a veces hacían la vista gorda», explica.
«Aún así, seguían haciéndolo», añade Medina. Porque, en una época en la que el carnaval ya había hecho mella en el corazón de la gente de la ciudad, el renunciar a él no era algo que se divisaba como opción. Por ello, pese a las prohibiciones, el pueblo se esforzaba por mantenerlo vivo, aunque fuera de forma casi clandestina: camuflado bajo el nombre de fiestas de invierno o reducido a un humilde guateque debajo de un farol callejero al son de una música discreta que no fuera oída por las autoridades.
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La fiesta, que en 2024 vuelve a sus orígenes en La Isleta, quedó oculta por el momento histórico, si bien la lejanía de las islas motivó una pequeña tolerancia hacia su celebración en algunos lugares.
No fue el caso de Las Palmas de Gran Canaria, ya que allí la persecución religiosa fue más dura, por lo que las fiestas de invierno «quedaron reducidas al interior de algunas sociedades, mientras que en Agüimes, Cardones o Agaete fueron más permisivas», afirma Juan José Laforet, cronista de la capital grancanaria.
En las casas particulares, los días de aquellas carnestolendas se distinguían por el trasiego de telas y ropa usada de las tías y de las abuelas, que eran utilizadas para fabricar los disfraces más pintorescos. Medina recuerda que creaba el suyo en un pispás y se echaba a la calle.
Una vez allí, se reunía con los demás jóvenes de La Isleta hasta formar un grupo de seres estrafalarios cubiertos de trapos viejos y con la cara tapada para que nadie pudiera distinguirlos. «Mascaritas, mascaritas, ahí van las mascaritas», murmuraban los que se los encontraban por el camino.
En su viaje de ida y vuelta, siguiendo una tradición adquirida siglos atrás que ahora persiste en el recuerdo de unos pocos, aporreaban las puertas de sus vecinos. Cuando éstos abrían, fingían la voz y gritaban «¿me conoces, mascarita?», jugando a reconocerse. Luego les pedían «cualquier cosa, unas pesetillas, unos huevos, unas tortitas», asegura Medina.
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Estas últimas están muy presentes en sus memorias carnavaleras. Y no es para menos, ya que era y sigue siendo el postre estrella de la temporada. Las familias tenían la costumbre de prepararlas a diario y en cantidades industriales para compartirlas con quienes quisieran matar el gusanillo. «Todas las calles olían a tortitas de carnaval», dice.
«Entonces tenían la costumbre por estas fiestas de abrir sus puertas de par en par y atender a cuantos a ellas entrasen, ofreciéndoles enseguida diversos refrescos, licores y vinos del país, acompañados por enormes bandejas repletas de buñuelos, torrijas de miel, arroz con leche, las ya mencionadas tortitas u otros dulces propios de la isla», rememora Laforet.
A pesar de que pueda parecer que ambos relatos aluden a un tiempo más bien lejano, lo cierto es que guardan una estrecha relación con el hoy, ya que la parada obligada que hicieron las carnestolendas durante los 40 años que duró la dictadura resultó ser el espaldarazo final para que éstas se instauraran en la ciudad con la importancia y dimensión actual.
Así, con la muerte de Franco, el carnaval de Las Palmas de Gran Canaria volvió de entre los muertos y con él lo hicieron también sus muestras públicas más características: los disfraces volvieron a desfilar por las calles, las batallas de flores a florecer, las rondallas a tocar y los carromatos adornados, preludio de las artísticas carrozas actuales, salieron por fin de su escondite.
Así, aquellos seres estrafalarios cubiertos de trapos viejos y con caretas acartonadas y deformes volvieron a vagar libres por la ciudad. Y es que poco tenían que ver los disfraces de antaño con las excentricidades de ahora. No se llevaban las lentejuelas y la purpurina, sino tules, refajos, pijamas, sombreros, lo que fuera. Todo antiguo y amarillento de estar guardado durante años.
Otra cosa era el carnaval de los burgueses, que, al tener más recursos económicos, podían hacerse disfraces sin miramientos: vestidos de época, sombreros de copa, pelucas o vestimentas más complejas.
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La democracia devolvió la fiesta a la calle y al pueblo, «su auténtico dueño», opina Medina. Pero significó más. «Para la gente fue un símbolo de cambio en la sociedad, un paso hacia delante en el camino de las libertades», señala Laforet.
A finales de los años 70, las carnestolendas renacieron al margen de las instituciones y fueron catapultadas al estrellato por una ciudadanía que se lanzó a participar, no a mirar, sino a intervenir de manera masiva. El resto es historia.
Hoy el carnaval es la fiesta de la gente, una alegoría a la vida, espontánea, revoltosa, rebosante de jolgorio, desordenada, libre, la que abraza a todos por igual, a los de aquí y a los de allá, en la que todo el mundo tiene derecho a desinhibirse y a volverse loco. Un festejo hecho por la gente para la gente y que, pese a los intentos de adiestramiento, aún permanece indomable.
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Melchor Sáiz-Pardo, Sara I. Belled, Álex Sánchez y Lidia Carvajal
Ignacio Tylko | Madrid y Álex Sánchez
Borja Crespo, Leticia Aróstegui y Sara I. Belled
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