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Una recorre ciertos lugares para perderse, o encontrarse, según como se mire. Pero buscar la soledad en una isla sobrepoblada y con numerosos rincones de atractivo turístico no es nada fácil. La playa de Guayedra sobrevive como un pequeño oasis alejado de los ecos de la civilización en el que se puede reconectar con la naturaleza, pese a que el barco que une ambas islas capitalinas se empeñe en romper a lo lejos -y en tramos horarios regulares- ese espejismo.
Que no le engañen el resort construido justo detrás ni el pueblo de Agaete de fondo, por otro lado pintorescos. Una vez descienda hasta las profundidades del barranco, el Risco de Faneque sellará con 1.027 metros de altura la puerta del presente para trasladarlo a una época aborigen sin cremas de sol ni sombrillas atrincheradas en hileras. Un sendero de tierra -que es mejor recorrer a pie si no se tiene un todoterreno- ya advierte de una peregrinación a parajes poco transitados, rematado por un cartel nudista que quizás disuade a más de uno. Hasta en verano acompañan al caminante rachas de viento del norte que soplan con fuerza y castigan a la escasa vegetación de la zona: apenas algunas palmeras y aulaga.
El azul se acerca poco a poco durante los quince minutos de trayecto y contrasta con la tierra árida y volcánica de un terreno muy abrupto que nunca fue propicio para cultivos pero sí para el pastoreo de suelta hasta poco después de la conquista. Ya en la playa, el mar se abre transparente y bravío y obliga a saber leer las corrientes para poder bañarse de cara al Teide, que se impone sobre las nubes y marca a su vez cercanía y distancia. Es de esos paisajes que merece la pena ver en una puesta de sol.
Además, a escasos metros de esta pequeña cala de grandes rocas limadas se puede visitar otra, un poco más amplia e igual de salvaje pero más amigable al baño y donde aparece la arena negra con la marea baja. Aunque, particularmente, siempre me quedo con la primera parada.
Si se va el día adecuado no se encuentra ni un alma. Quizás la de algún lagarto que acompaña silencioso en la toma de sol o cangrejos resguardados en sus rompeolas junto a los burgados. Pero más allá de eso, en Guayedra solo hay silencio y calma en medio del caos, la rutina y la inmediatez de las redes sociales. No hay problemas que resolver, trabajo que adelantar, familiares a los que cuidar, amigos a los que llamar ni futuro en el que pensar. La paz debe estar enterrada ahí, junto a los restos de los antiguos canarios. Si había que dar sepultura a los difuntos no me extraña que eligieran hacerlo mirando al mar.
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La ruta a la playa no está demasiado señalizada pero es fácil llegar en coche. Desde la capital grancanaria se tardan unos 45 minutos: primero se toma rumbo a Agaete y, una vez en el pueblo, hay que tomar la GC-200 en dirección a La Aldea de San Nicolás. Justo en el barranco de Guayedra, pasando el cartel señaléctico, se encuentra una entrada de tierra con apenas 4 o 5 sitios donde se puede aparcar. El resto del trayecto se hace andando.
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Borja Crespo, Leticia Aróstegui y Sara I. Belled
José A. González
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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