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El Día de Todos los Santos provoca una marea incontrolable de personas en los cementerios de Las Palmas de Gran Canaria, reunidos por la memoria de sus seres queridos fallecidos. En los puestos de flores se emplean con el ritmo frenético de los tiburones de la bolsa en Wall Street y hasta el vendedor de la ONCE despacha cupones sin dejar que la máquina expendedora se enfríe un segundo. Es un día especial, agendado en el calendario. Pero para muchos es un día más de siembra, un encuentro con un recuerdo que se cultiva.
San Lázaro ejerce de camposanto dominante. Orillado silencioso frente al bullicio del Estadio de Gran Canaria, donde los días de partido el contraste a veces deja frío. Este miércoles es al revés. El coliseo deportivo de la isla está mudo y cerrado. Y un río de gente se aproxima al encuentro con la memoria de sus allegados, un eco imposible de silenciar. Es el caso de Rosalía Martín Ortega, Mari Carmen Martín Ortega, Carmen Rosa Bautista y Carmen Odina Hernández Martín.
Desembarcan del coche en una expedición acostumbrada a llegar junta a al cementerio. Flores, agua, instrumental de limpieza. Elementos para el recuerdo, para el respeto. «Esto es lo normal para nosotras hace ya 47 años», exponen las referentes generacionales de la familia. «Desde que falleció mi abuelo venimos cada 15 días y así seguirá siendo mientras podamos caminar», refieren.
Hay ocasiones en las que hay bajas. Una de ellas se puso falta semanas atrás por una operación de rodilla. Otras a veces no pudieron encajar su agenda laboral con la visita al cementerio. No importa, siempre hay una de ellas en representación de la familia.
No son las únicas. Es cierto que San Lázaro se llena este miércoles de ocasionales. De hijos, algo más despegados de la tradición, que acompañan a sus mayores. Les llevan cogidos de la mano y cargando con los cubos donde llevan flores y agua. Alguna bayeta.
Pero en general todos los que tenían un segundo para responder insitían en que en sus rutinas vitales está la visita a sus familiares a pie de nicho. Antonio González, acompañado de su mujer Nieves, termina de limpiar la lápida de su primo y afirma que «ya cumplí el mandamiento». Lleva unas horas en San Lázaro. Ya ha pasado por la de sus padres y otros familiares, por lo que está listo para recoger. «Venimos una vez al mes y pasamos por todos los familiares que tenemos aquí. Normalmente estamos más tranquilos, sin tanta gente, pero bueno no nos importa. En fin de año, con la presión de la mesa de la cena, es cuando peor lo pasamos», señalan.
Es algo muy parecido a lo que cuenta Mari Peña. Su padre falleció hace 35 años pero ella sigue acudiendo puntalmente cada dos semanas al encuentro con su memoria en el cementerio. «Una se acuerda de los seres queridos todos los días, pero es verdad que venir, ponerle flores y cuidar su lápida, hace que los sintamos algo más cerca», señala.
La estampa de San Lázaro es la común en toda la isla. Un día de Todos los Santos que ejerce de recordatorio de los que no están presentes pero nunca abandonarán nuestra memoria.
Ramona Alemán yace en su «agujero», como lo denominan sus sobrinas mientras cortan flores que dejarle colocadas sobre el pedacito de tierra en el que reposan sus restos y una minúscula y rasgada placa lleva su nombre. «Ella pagó su nicho y dicen que no hay sitio ahora y la metieron aquí. La voy a llevar a la tumba de mi padre porque a esto no hay derecho», responden tristes. Ellas cuidan de su memoria con afecto. Lo harán siempre, con su visita obligada cada quincena.
Con más alegría se afanaba Ignacio González. Trabajó 47 años en la floristería Los Nopales, en la Casa del Marino. Decora los nichos con unas instalaciones florales exuberantes. Durante todo el año, en su finca de Fontanales, cuida de flores de mundo o esterilizas que forman parte del decorado que coloca con motivo de este día en el cementerio.
«Las flores que coloco son flores que les gustaban a ellos. Están todas escogidas porque es una forma de demostrar lo que les queremos», comenta.
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José A. González y Leticia Aróstegui
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