Los rostros del barrio
Cheli y Pablo: La herencia verdeMadre e hijo, segunda y tercera generación en Viveros Godoy, comparten vivencias y esfuerzo en el popular invernadero de Casa Ayala, allá donde Las Palmas de Gran Canaria se empieza a difuminar camino al norte
Una mancha verde de 10.000 kilómetros cuadrados enciende los días en Casa Ayala, bajo Ladera Alta y sobre la autovía del norte. Es la de Viveros Godoy, empresa familiar y testimonio de la naturaleza en Las Palmas de Gran Canaria, ciudad colmatada y con pocos espacios en los que respirar limpio. Allí cada mañana se remangan Cheli Godoy Santana y Pablo Suárez Godoy, madre e hijo; segunda y tercera generación de esta herencia verde.
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Es Casa Ayala un pequeño núcleo de apenas medio millar de habitantes. Una hilera de viviendas unifamiliares que se propaga por la ladera que sube a Los Giles y presume de una de las mejores panorámicas de la ciudad y del perfil norte de la isla. Allí el vivero ocupa un espacio decisivo en la configuración del lugar. «Si pasa algo, para lo bueno o para lo malo, siempre hay quien dice que seguro que es cosa nuestra», bromea Pablo, que a sus 31 años secunda a su madre, que a los 63 es el pulmón de la empresa.
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Cheli Godoy recuerda los orígenes. Aquel terreno en el que su padre levantó la empresa, un oficio que requiere vocación y compromiso. «Mi padre primero tenía una colección de palmeras en este lugar, porque era un enamorado de ellas. Pero un día llegó a casa y nos sentó a los ocho hermanos y nos preguntó que quién se quería venir al vivero que él se quería retirar. Ninguno quiso pero yo me animé. Mi marido trabajaba en el vivero pero decidimos que él se quedaba en casa cuidando de nuestros tres niños y yo me impliqué aquí y así llevó ya 24 años», hace memoria.
Entre esos tres hijos andaba Pablo, una vida cosida al vivero y a su trayectoria. De una forma tan intensa, viviendo ahora casi puerta con puerta aunque le gusta remarcar que con origen en las calles de Schamann. «Aquí he pasado toda mi vida. De pequeño entraba por aquí con la bicicleta a jugar y los trabajadores eran mis cómplices y se ponían a jugar conmigo. Muchos de los que ahora siguen formando parte del vivero», recuerda.
La vida de Cheli Godoy ha estado siempre rodeada de flores, plantas y árboles. Aunque sus caminos profesionales parecían ir por otro camino e, incluso, se formó como auxiliar de vuelo. Pero la voluntad del linaje se impuso. «Antes de este vivero mi padre tenía otro invernadero. Y desde muy pequeña andaba por allí. Mi padre ponía una montaña de tierra y veníamos todos los niños a colaborar. Nos decía que nos pagaba a una peseta por bolsa llena. Los sábados nos obligaba ir a misa y después nos pagaba lo que habíamos hecho», cuenta rememorando sus primeras veces.
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En el caso de su hijo Pablo la diferencia solo es la consustancial al tiempo y sus costumbres, pero el origen es muy parecido. «La primera vez que vine para trabajar fue porque se necesitaba apoyo para una plantación que duraba tres días y aquí sigo diez años después», suelta con una sonrisa bajo la mirada orgullosa de su madre.
Casa Ayala es el espacio de Viveros Godoy desde que abrió sus puertas en 1990, llegando por el camino de Tinoca y con Costa Ayala tocando el mar justo debajo. Evidentemente, es un negocio con arraigo en el lugar. «Por aquí fueron pasando muchos vecinos que han sido parte de este vivero, trabajando. En la rotación de trabajadores que hemos tenido siempre ha habido gente de aquí. Incluso los que no siguen aquí siguen pasando muchos días a vernos», apunta Pablo antes de que Cheli se detenga en personas concretas: «Recuerdo un amigo de otro de mis hijos que venía a trabajar los veranos y siempre quería coger el tractor y hoy es tractorista. Su padre trabajó aquí 19 años con mi padre y ya hoy jubilado sigue viniendo todos los días porque dice que disfruta viéndome trabajar y no mandándole», comenta entre risas.
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Y es que en un rato en el vivero se nota la actividad que allí se vive, convertido tras muchos madrugones de los protagonistas de esta historia en un lugar referencial del sector en la isla. Un espacio en verde, situado junto a una finca de plataneras, en el que cambia el aire de la ciudad cuando se cruza el camino angosto que lleva hasta allí regulado por un pequeño semáforo de acceso. «Es un lugar en el que somos felices y eso se nota. Tenemos gente que viene hasta dos días a la semana y que vienen a pasear, me han llegado a decir. Pero, claro, cada vez que vienen se acaban llevando alguna planta», cuenta Pablo sobre sus rutinas.
Cuerpo a cuerpo con los clientes
«Hay que sudar mucho», cuenta Cheli Godoy, mujer a la que le cuesta visualizar un retiro del espacio que ha delegado en manos de su hijo Pablo. Pero es que los dos son animales sociales. «¿No pasas aquí mucho calor?, ¿no estarías mejor en tu casa?, me pregunta mucha gente. Pero es que yo aquí me la pasó muy bien. Soy feliz estando aquí con la gente, hablando con unos y otros. Enseñando cosas a las personas que quieren empezar a plantar cosas para comer, por ejemplo», dice.
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Algo parecido le pasa a Pablo, que confiesa que su día preferido de la semana es el sábado. Cuando puede vivir completamente el cuerpo a cuerpo con los clientes, hablar de especies, de formas de cuidarlas. De alejarse de la palabra gestión, esa que consume y suena hasta fea en un lugar en el que se respira vida.
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