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Ana María Tomás
Sábado, 15 de julio 2023, 23:20
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Pillé, por ágil, mesa en una de las variadas heladerías de la plazuela que estaba a rebosar a esa hora. Le quité la ocasión a un par de ancianos que se dirigían a toda prisa hacia el punto donde comenzaba a levantarse una pareja. Sonreí para mí ante su impotencia. «Eres una hija de puta», escuché dentro de mi cabeza. «Sí, pero tú te vas a refrescar con un helado gracias mí, así que a callar», me dije.
Entonces lo vi acercarse buscando alguna mesa vacía. «Misión imposible», pensé. Pese al lleno total, él seguía buscando, miraba cómo disminuían los granizados en los vasos, calculando el tiempo que les quedaría a los consumidores para marcharse. Se movía entre las mesas tan presto, tan seguro, tan guaaaaapo. Tras él y cogida de su mano iba una chica bastante despampanante y semidesnuda. «Este es el amor de su visa», volvió a decirme la vocecita. «Estoy de acuerdo contigo», respondí.
Levanté la mano y les indiqué que se acercaran. Sonrieron ambos.
Cuando llegaron, abracé a Pepe mientras lamentaba en voz alta los días que llevaba sin verlo. Y lo caro que se hacía de ver. Ella quedó desconcertada, boquiabierta ante una presencia que no reconocía. Él intentó eludir mi abrazo, excusarse, decía que le juraba que no me conocía de nada, que debía estar en un error.
– ¿Error? –le dije llena de furia–. Error fue haberte conocido, haberme quedado embarazada de ti. Haber permitido que me convencieras para abortar. Error pensar que podíamos volver…
Las personas que estaban en las mesas colindantes comenzaron a girar sus cabezas. Él se puso nervioso, yo lloraba, ella lloraba mientras le decía: «Cuquí, ¿cómo has podido?». No sé si se refería al hecho de haberme embarazado, cosa fácilmente explicable con el cuento de la semillita… o si se refería a cómo había podido hacerle algo así a ella. Evidentemente, no soy tan despampanante como ella, pero porque voy vestida. Sí que soy algo mayor que la Barbie, pero no menos sexi y mucho más en consonancia con la edad de Pepe.
– Ah, ¿no se lo has contado? No le has hablado de nuestras veladas en París, paseando por Montmartre…
Fue escuchar esas palabras y la chorba pareció desquiciarse ante la impotencia de Pepe, que quería huir de allí a toda velocidad y ya no era capaz de abrirse paso entre unas mesas que parecían más el Muro de las Lamentaciones que unos indefensos soportes para helados.
– La llevaste a París, como a mí –bufaba–. Me engañaste. Me dijiste que jamás habías estado antes allí. Eres un cerdo, un cínico, un…
– ¡Un mentiroso! –apostillé fijando mi ojos en ella–. Sí, un mentiroso. Hace apenas dos semanas que me dijo que no podía vivir sin mí, que volviera con él. Hicimos el amor como locos y ahora me viene con… contigo cogido de la mano como si nada.
Cogida de la mano hasta ese momento, en el que ella la utilizó para arrearle un pedazo de hostión que lo desequilibró.
«¿De dónde habrá sacado esa fuerza la escuchimizada esta?», retumbó mi otro yo en mi cabeza. «Eso mismo digo yo», me respondí.
Las dos nos fuimos muy dignas. Ella cruzó entre las mesas y se marchó al galope hasta desaparecer de la placita. Pero yo me fijé en la heladería de enfrente. Allí estaban: él tan guuuapo y ella tan… barbie. Me fui derecha a ellos y obviando a la monada abracé a Pepe mientras le decía que sí, que estaba dispuesta a volver a con él, que no podría olvidar nuestras noches locas en París y todo lo que nos habíamos prometido.
– Por cierto, ¿quién es esta chica? –le pregunté con aparente cara de extrañeza–.
Ella resopló, gruñó, le sacudió el brazo mientras él juraba y perjuraba que no me conocía de nada y que todo era necesariamente una confusión, un error.
– ¿Error? –exploté llena de furia–. Error fue haberte conocido, haberme quedado embarazada de ti. Haber permitido que me convencieras para abortar. Error pensar que podíamos volver…
– Esto me lo pagas… Te juro que me lo pagas –le gritó la chorba mientras yo apostillaba: «Y a mí también»–. Y las dos salimos de estampida, cada una por un lado.
Pero justo en mi marcha me topé de frente con el primer Pepe, el cual, iracundo, venía hacia mí gritando: «¡Has siiiiido tú!».
Y claro, me lo puso a huevo, me subí a una bamboleante mesa y me puse a cantar la maravillosa y nostálgica canción de Hombres G: «Has sido tú, te crees que no te he visto, has sido tú, chica cocodrilo. Has sido tú la que dio el mordisco, has sido túúú…». La gente comenzó a corearme. ¿Quiénes? Quienes conocían la canción, pero todos me aplaudían. Y, por supuesto, detuvieron a ese descocido individuo que pretendía tomarme las medidas.
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