“No os olvideis de la yaya.” Fue la gran frase de la noche y salió de la boca de Benedicta Sánchez que, a sus 84 años, se hizo con el primer Goya de la gala, el de mejor actriz revelación, por su papel en Lo que arde. Las palabras de la gallega a sus nietos vinieron a representar, sin ella saberlo, lo que suele pasar con el cine español: se le valora poco, tarde y mal. Pero qué importantes son las yayas cuando las nuevas generaciones tienden a perder la memoria más que las viejas.
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Una vez al año, en esta fiesta que celebra la cosecha nacional, la Academia de Cine trata de poner en valor lo nuestro en un evento que a menudo despierta mayor interés por el espectáculo -siempre tachado de soporífero- que por la curiosidad de los premiados. Y eso que dentro de nuestras fronteras existe un reparto actoral, una dirección y un equipo de técnicos que nada tiene que envidiarle a los gigantes de Hollywood, pero, a pesar de todo, aún se oye eso de “yo no veo películas españolas, porque son malas”. Como si todo lo que produce el país fuera, en sí mismo, un género. Como si el haber conseguido el segundo mejor dato de asistencia al cine de la década no fuese un indicativo para desmontar esta afirmación.
Este injusto desapego probablemente venga del desconocimiento, en parte porque no ha habido un esfuerzo por acercar las películas españolas al público, y en parte por hacer extensible la opinión que nos ha merecido una película concreta al resto: muchas no llegan a todas las ciudades de España y sus detractores se quedan sólo con taquillazos como Ocho apellidos vascos o Torrente, un tipo de cine que se sostiene principalmente sobre estereotipos. El bagaje del público sobre nuestra filmografía es escaso y, por tanto, se carece de una base fundamentada para emitir juicios, lo que no quiere decir que haya películas buenas y malas (como en todo país). En fin, que entre el público español y el cine, el “dolor” y la “gloria” pueden tener muchas más lecturas que la que le ha dado Almodóvar con sus siete estatuillas bajo el brazo.
La gran apuesta para mejorar esta percepción y, sobre todo, los datos, es fomentar el contacto con el cine a través de la educación. Se trata de un proceso intelectivo, pero también emocional y, si se invierte ahora, podremos ser testigos en muy poco tiempo de una calidad y diversidad de la que sentirse orgullosos. Por delante quedan los cuatro años de un gobierno que, en principio, se ha abanderado como promotor de la Cultura, por lo que durante la gala no han faltado las alusiones a esa importante promesa de Pedro Sánchez ya que, como bien ha asegurado, es la columna vertebral de cualquier sistema.
Es por eso que también hubo pequeñas referencias a diversos temas como el cambio climático, el feminismo o el antifascismo entre los discursos y los chistes poco aplaudidos de los presentadores. Aunque si hay que romper una lanza a favor de la gala sería gracias a ellos: si el éxito del año pasado de Silvia Abril y Andreu Buenafuente no se repitió anoche no fue por la falta de química o esfuerzo de la pareja sino por un público al que había que pinchar con un alfiler para que reaccionara, y ese clima de apatía terminó atravesando la pantalla. Ni tan siquiera los “aplausomáticos” que ofertó el humorista entre las butacas podría haber animado aquello. Al menos, los números musicales se salvaron.
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Lo más comentado en redes, la apertura de la gala, que hizo un repaso por algunos de los títulos más representativos de las últimas décadas, y la actuación de la Amaia, quien interpretó en homenaje a la ausente Pepa Flores. Ese Goya de Honor, recibido por sus hijas en su nombre, unió en un escenario a tres generaciones distintas y fue el reconocimiento a un incuestionable icono de nuestro cine, a una infancia perdida y, una vez más, a una parte de nuestra historia que conviene recordar. No os olvidéis del cine español.
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