Joven, inmigrante, en la calle y con diabetes
Abdul ha sobrevivido desde noviembre sin su medicación ante el desinterés de las autoridades, con tres desmayos, peleas por la comida y una expulsión de por medio
La historia de Abdul (nombre ficticio para preservar su identidad) comienza como la de cualquier otro. Hacía pocos meses que acababa de cumplir la mayoría de edad cuando la promesa de una vida mejor se le presentó por delante y decidió embarcarse desde Marruecos hacia las costas canarias, el primer paso para llegar a la Península, donde tiene familia en distintas comunidades. Todo ello con una particularidad que no pensó que en un país desarrollado fuera a causarle tantos problemas: la diabetes tipo II.
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Salvamento Marítimo le salvó de un inminente naufragio el 7 de noviembre y fue de aquellos que permanecieron hacinados en el muelle de Arguineguín, en su caso durante 28 días -un plazo muy superior a las 72 horas que establece la Ley de Extranjería para retener a los irregulares- antes de que fuera derivado a un hotel en Puerto Rico. «Nos decían que éramos libres, pero en realidad no podíamos hacer nada. Además, las condiciones no eran buenas: repartían ocho litros de agua por cada 120 personas y apenas dos mantas», relata. En una ocasión, incluso, se vio involucrado en una pelea solo por intentar conseguir un bocadillo. El incidente acabó con un bajón de azúcar que lo dejó inconsciente y tuvo que ser trasladado a un centro de salud. Allí, al parecer, no quisieron atenderlo y lo derivaron al Hospital Dr. Negrín. Una vez estabilizado, un enfermero le preguntó quién lo acompañaba, pero no había nadie y, para colmo, su móvil y el poco dinero que tenía había desaparecido. Fue el sanitario quien, por voluntad propia, indagó la dirección de Cruz Roja y le pagó un taxi que lo llevara de regreso. «Me he desmayado hasta en tres ocasiones y nadie me ha proporcionado un seguimiento o la medicación necesaria», explica resignado.
Después de varias protestas por este asunto, Abdul fue puesto «repentinamente» en cuarentena por covid, sin ningún síntoma y por un tiempo más largo del recomendado aún cuando el resultado de la PCR había dado negativo. Incluso, un agente le cuestionó el porqué, con su enfermedad, se había lanzado al mar. ¿Se arrepiente? La respuesta es difícil, no por la decisión en sí, sino porque ya no tiene en mente ese futuro idealizado de un principio.
«Me desmayé y me trasladaron al hospital, pero no me acompañó nadie y un enfermero tuvo que pagarme un taxi»
Cuando el Gobierno impulsó el Plan Canarias y los hoteles comenzaron a vaciarse, el joven fue derivado al campamento Canarias 50, en La Isleta. Las condiciones no eran mucho mejores que en aquel primer campamento improvisado, aunque reconoce que al menos tenía un techo donde dormir. Por el día había poco que hacer y confiesa que sintió un poco de miedo al ver cómo las cámaras se agolpaban por fuera del recinto para grabarles. «Muchos chicos se rascaban continuamente porque tenían pulgas y algunos vigilantes nos incitaban a pelearnos entre nosotros lanzándonos una botella de agua», cuenta Abdul.
La verdadera bomba estalló el mes pasado. La rotura de una tubería anegó de aguas fecales el campamento y el personal del recurso decidió juntar a medio centenar de personas en una de las carpas, el doble de su capacidad habitual, según el joven. «Se suponía que les estaban limitando los grupos para evitar contagios y ahora se saltaban los protocolos», indica. Esa situación se mantuvo durante varios días y generó una tensión que acabó con la expulsión de 64 personas.
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300 son los inmigrantes que se calcula que están en la calle solo en Gran Canaria, según los cuatro comedores de Cáritas
Sin embargo, la versión de Abdul dista mucho de la de Cruz Roja: no hubo violencia. Cuenta que uno de los voluntarios de la entidad comenzó a incitarles a que se fueran ante las constantes protestas, bajo provocaciones del tipo «si son tan hombres, tan marroquíes, y no les gusta esto, váyanse». Ellos entraron en el juego y salieron por la puerta en medio de un aguacero. Cuando se dieron cuenta de la situación, pidieron volver, pero se les negó, incluso en los días posteriores, cuando Abdul volvió a incidir en su enfermedad. Asegura que no hubo nadie que les explicara ni individual ni colectivamente lo que implicaba salirse del recurso y después de la mediación de las autoridades policiales, el resultado fue el mismo: la calle.
Afortunadamente, tras días de incertidumbre, Abdul encontró a Gara, una de las voluntarias de Somos Red, que le ha dado acogida y ayuda en el tratamiento contra la diabetes. Lo poco que ha recopilado de su historial médico ha sido gracias a la perspicacia del chico, que ha conseguido hacer fotos de la pulsera del hospital o algunos papeles que ha firmado, sin traducir. Cruz Roja le ha denegado la autorización para acceder a su expediente.
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Hoy en día se mide el azúcar antes de las comidas, toma hasta cinco pastillas y también está pendiente de una operación ocular que había pospuesto ya en Marruecos para que no intercediera en sus estudios. De seguir en la calle, con toda certeza, en algún momento sus problemas de salud bien podrían haberle costado la vida, y ahora tanto Gara como Abdul están dispuestos a hacer frente a las deficiencias del sistema para que ningún otro chico tenga que volver a sufrir las mismas adversidades.
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