El volcán de La Palma, con su capacidad destructora, está sirviendo para que tomemos conciencia del lugar en el que vivimos. Alguna vez hemos escuchado la frase de que vivimos en un territorio volcánico activo pero, hasta ahora, no sabíamos muy bien el significado de esto.
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Sabemos que las islas son lava y volcán y también conocemos la existencia del parque de Timanfaya con sus erupciones históricas, del padre Teide -del que olvidamos muchas veces que es un volcán activo y en cualquier momento puede dar un susto- e incluso del Teneguía y que las islas se han formado a base de erupciones pero, hasta ahora, todo eso nos parecía lejano. Sucedió hace tanto que habíamos olvidado que pudiera volver a ocurrir.
El poco daño material que causó el Teneguía de 1971 (fallecieron tres personas pero por aproximarse más de lo debido) y el nulo de El Hierro en 2011 porque fue submarino convirtieron las dos últimas erupciones de Canarias en un espectáculo y una fiesta. Justo el que precedió a estos, el de San Juan de 1949, sí fue muy destructivo pero la mayoría no nos acordamos, bien porque nacimos después o porque obviamente fue hace 72 años y la repercusión mediática más allá de La Palma o Canarias fue casi nula, aunque hay imágenes del Nodo con la lava cayendo ladera abajo. La Palma tampoco estaba poblada entonces como ahora con lo que, como dicen los palmeros que lo vivieron, «se llevó tres casas».
Ahora, tras este choque con la realidad que nos ha dado este volcán, es hora de trabajar en los colegios de todas las islas este tema de verdad para que los niños tengan asumida y normalizada la posibilidad de una o varias erupciones a lo largo de su vida. Esta es una asignatura pendiente de Canarias y que quizás se ha dejado un poco de lado al entender algunos políticos que la actividad volcánica es incompatible con que Canarias sea una potencial mundial turística pero eso debe cambiarse porque además, ambas, son compatible y me atrevo a decir que hasta complementarias.
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