En una dictadura mandan el imperio del miedo y las veleidades del sátrapa de turno y de sus acólitos. En una democracia, en cambio, se ... vive bajo el imperio de la ley, bajo cuyo paraguas sus tres poderes principales (legislativo, judicial y ejecutivo) tejen una arquitectura institucional que fundamenta buena parte de su funcionalidad en su nivel reputacional.
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Por eso, precisamente, hay tanto quintacolumnista del lado oscuro que se faja en redes sociales y en la calle por horadar poco a poco esa necesaria credibilidad, con el ánimo, a veces explícito, a veces camuflado, de debilitar este sistema que llaman el gobierno del pueblo y que, en el fondo, y en la forma, es tan frágil. Tienen su poder y su alcance, no digo que no, pero es limitado.
Lo que no es de recibo es que esa malintencionada tarea de hormiguita se vea amplificada por el mal hacer, y el mal decir, de algunos de nuestros más altos representantes políticos. Ejemplos tenemos por ambos lados.
No es presentable que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, modifique a la carta el Código Penal para beneficiar a los líderes del procés, que designe como Fiscal General del Estado a su ministra de Justicia o que haya dejado que el CISse haya convertido en una caricatura.
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Tampoco es admisible que el líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, insista en el irresponsable bloqueo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial, que levantase sospechas sobre Correos, la empresa pública del servicio postal, en plena campaña electoral, que ataque de forma tan injustificada a RTVE o que resucite a ETA para minar al poder ejecutivo.
Ninguna ambición ni ningún fin, por legítimo que sea, justifica tan alto coste. Y lo peor es que el precio lo pagaríamos la mayoría.
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