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Cada día se hace un recuento de las personas que llegan a las costas del archipiélago, las que sobreviven a la ruta canaria, la más mortífera del mundo, que son rescatadas por Salvamento Marítimo y atendidas a pie de muelle. Y así, se llenan los titulares de cifras contabilizando a esas personas que llegan, eso sí, sin conocer lo que hay detrás: sus historias de vida. Esta es la de Khalid Ammar, un joven de 19 años que llegó en patera a Gran Canaria en 2021, cuando tenía 16.
Fue con 14 años cuando la idea de dejar atrás su país de origen, Marruecos, para buscar una oportunidad en otro lugar, rondó por primera vez en su mente. Vivía en un pueblo cercano a Marrakech y, como cualquier joven, iba al instituto. Sin embargo, al ver que las alternativas escaseaban en su país, se vio obligado a dejar los estudios y comenzó a trabajar. «Primero estuve de jardinero, luego de soldador y los últimos meses, antes de irme, estuve ayudando a mi padre en una carnicería», recuerda el joven.
Desde el momento en el que empezó a trabajar, todos los meses guardaba parte de su sueldo para pagarse el viaje en patera. «Hasta mi abuela me ayudó. Pagué 3.000 euros para poder venir», relata Khalid, que pasó siete días en el mar hasta tocar tierra. «No me acuerdo de nada, creo que me volví loco porque al segundo día nos quedamos sin comida y agua. Solo bebíamos la del mar», indica Khalid, que cuenta que se pasó al menos cinco amaneceres vomitando en la embarcación.
Uno de los momentos más duros de la travesía fue ver morir a ocho de las 64 personas que viajaban junto a él en la embarcación, que partió desde Dajla, y en la que iban otros dos chicos menores de edad . «Uno de mis compañeros murió al tercer día porque tenía que medicarse y se le acabaron los medicamentos», cuenta el joven.
Al séptimo día de travesía, un crucero «de los que están ahí, en Santa Catalina», pasó muy cerca de ellos: «Hasta casi nos atropella». La embarcación de grandes dimensiones alertó a Salvamento Marítimo, y sus trabajadores lograron rescatar a los supervivientes de la patera en la que viajaba Khalid. Los trasladaron al muelle de Arguineguín, y ahí, al ser menor, lo derivaron al centro de acogida ubicado en Arinaga. En él estuvo durante un mes, y recuerda que, como perdió el móvil durante la travesía, pasó una semana más sin poder comunicarse con sus seres queridos. «Estuvieron llorando todo ese tiempo porque pensaron que había muerto», recuerda el joven, que agradece a los amigos que hizo en el centro de Arinaga que le dieran la posibilidad de poder hablar con sus familiares a través de sus teléfonos móviles.
Khalid cuenta que tras estar en este recurso lo derivaron a un centro en Telde, una experiencia que le «duele mucho» recordar. «En algunas cosas si estuvo bien, porque te enseñan y te dan la oportunidad de estudiar», recalca Khalid, si bien, lamenta que muchas veces le quitaban el móvil y no le dejaban salir del centro de acogida. Para él, fueron momentos muy duros, ya que no podía comunicarse con sus familiares en Marruecos. «Cuando me quitaron el móvil por primera vez, estuve una semana sin avisar a mi familia. Estuvieron una semana sin saber de mí», lamenta Khalid, que confiesa que lo pasó tan mal que en ese momento se planteó ir a la policía para pedir que lo devolvieran a su país.
El tiempo corría, ya tenía 17 años, y lo perseguía su mayor miedo desde que llego al archipiélago: quedarse en la calle. Consciente de que el tiempo se agotaba y de que en un año tendría que abandonar el centro de menores, comenzó a estudiar un FP de mecánica en Las Remudas. Sin embargo, la urgencia por conseguir un trabajo antes de tener que dejar el recurso en Telde lo llevó a contactar con la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (Cear). A través de su programa de empleo, inició un curso para ser camarero, que duraba dos meses, y se desarrollaba en el sur de la isla. «Tuve que madrugar mucho para coger la guagua, pero eso no me importó», recalca Khalid, que tuvo la opción de realizar prácticas en una empresa tras finalizar la parte teórica. Así que, durante 15 días, comenzó a trabajar en una cafetería de la capital grancanaria. «Estaban muy contentos conmigo y me dijeron que querían ayudarme porque me veían como una buena persona», cuenta orgulloso Khalid. En ese local no pudo ser porque tuvo problemas a la hora de presentar los papeles, pero en cuestión de días consiguió empleo en otro local.
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«Ya tenía trabajo, ahora solo faltaba tener una casa», comenta Khalid, que habló con su encargado en el local que le dio empleo y este le puso en contacto con uno de sus amigos, que ahora es su compañero de piso.
«Nunca sabes qué a pasar en la vida, te abre muchas puertas, después te cierra otras, pero tienes que aprovecharlas», reflexiona Khalid. Cuando le preguntan cómo se visualiza de aquí a unos años, sueña con tener una casa y, sobre todo, dedicarse a la enseñanza. «Quiero estudiar más», exclama con ganas. Y es que uno de sus propósitos en la vida es poder ayudar a chicos como él, que emigran, para que no se sientan solos y no vivan lo mismo que vivió él.
Reconoce que el «futuro mejor» que vino buscando a kilómetros de su hogar todavía no lo ha encontrado: «Me gustaría tener algún día una casa, pero para eso hay que trabajar mucho». De momento, está sacándose el carnet de conducir y sigue trabajando en el restaurante donde le dieron su primera oportunidad laboral. «Sé que lo voy a conseguir», comenta con el entusiasmo que le produce saber que ese futuro mejor lo construirá en Canarias, puesto que no se ve en otro lugar del mundo. De hecho, su tío, que también emigró, reside en Italia, y cuando le sugirió que se mudara con él, Khalid tuvo claro que quería quedarse en el archipiélago.
Aunque hace unos meses volvió a Marruecos para reencontrarse con su familia, tiene pensado ir de visita dentro de poco. «Tengo que seguir trabajando para conseguir todo lo que quiero», sentencia con motivación.
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