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Nunca había hecho un viaje organizado. Lo estaba dejando para el Imserso, pero me ha tocado la china y se ha adelantado la experiencia. Resulta un tanto rara: por un lado, la organización milimétrica evita que tengas que calentarte la cabeza decidiendo a qué lugar ir o dónde comer; por otro, es dicha organización la que te hace sentir que has dejado tu voluntad en manos ajenas. En concreto en las de Scott, nuestro guía.
Scott, un tipo listo al que no se le escapa ni un detalle, es la versión china de Jorge Javier Vázquez, que lo mismo coge el micrófono en el autobús con gracia y soltura para ilustrarnos sobre su país que nos pastorea con amable firmeza. Es el dueño del cortijo, y nosotros asumimos nuestra condición de subordinados de lujo obedeciendo sus órdenes sin rechistar: a las ocho en punto en el 'hall', repasen sus equipajes, lleven sus paraguas, abróchense los cinturones de seguridad.
Porque esa es otra: no solo vivo en la carretera dentro de un autobús, sino que cada día despierto en distinta habitación. Más que turistas, parecemos Miguel Ríos de gira asiática. Nos levantamos tempranísimo, hacemos la maleta, desayunamos, dejamos el hotel, nos subimos al bus, nos metemos dos horas entre pecho y chepa, llegamos a no sé dónde, hacemos la visita de rigor, volvemos al bus, viajamos durante dos horas más, bajamos en otro lugar, lo recorremos, nos volvemos a subir y nos dirigimos a un nuevo hotel para cenar y derrumbarnos sobre la cama. Necesitamos un respiro. Y por un momento, fugaz y bellísimo, lo encontramos en los jardines.
El arte de la jardinería se llama «shanshui», que significa montañas y aguas, por lo que los protagonistas, incluso más que las propias plantas, son las piedras y los estanques, que encarnan el yang y el yin en un hermoso equilibrio en el que los opuestos se complementan para formar un todo armónico. En el jardín, reproducción de un universo en miniatura donde el hombre está en comunión con la naturaleza, uno puede encontrar la serenidad. La busco mirando el reflejo de los pequeños pabellones en el agua, contemplado las flores de loto y escuchando el sonido de la lluvia golpear las hojas enormes de los plataneros pero, cuando estoy a punto de encontrarla, aparecen cuatro señoras vestidas de rojo chillón, colocan un móvil en un trípode, se ponen a bailar y la serenidad se va a hacer puñetas.
«Va a seguir lloviendo porque las libélulas vuelan muy bajo», dice Scott al abandonar los jardines. Y acierta. Llueve aquí y llueve en el poblado de la etnia yao, en Libo County, que visitamos esa tarde. El cielo parece que vaya a caer sobre nuestras cabezas, el calor es absolutamente pegajoso y la vegetación resulta exuberante por lo desmadrada. Es un paisaje de 'Apocalypse Now', tanto que, cuando me topo con una cabeza colosal en forma de búfalo, estoy convencida de que va a aparecer Dennis Hopper a darnos la bienvenida. Pero, en su lugar, se presenta una chica que nos da un paseo por la aldea y nos enseña a tejer bambú. Parecemos niños de preescolar haciendo nuestros regalos para el Día de la Madre.
Con los regalos a cuestas, volvemos al autobús y llegamos al hotel de Libo. A las ocho y media ya hemos terminado de cenar, y un «see you tomorrow» pronunciado con distintos acentos recorre las mesas mientras nos levantamos. Mira, ni con tres años me he acostado tan pronto. En fin. Me voy a la habitación y me pongo a repasar notas y fotos. Un momento: ¿quién es esa señora de mediana edad con gafas, brazos flácidos y el pelo rizado por la lluvia? Esa tipa sí, no. Esa no soy yo. Pues sí, lo soy. En cuanto vuelva a España, me hago el alisado. Te lo juro por San Llongueras.
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