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Con los últimos días de octubre y primeros de noviembre llegan, no exentos de polémica, unos usos y costumbres que se debaten entre la tradición, ... la modernidad y lo que pudiera decirse la globalización. Si seguimos, con detenimiento y curiosidad, las celebraciones que se daban y se dan en la actualidad por estas fechas, nos aparecerá un camino que lleva más allá de las fronteras isleñas, desde antiguas y olvidadas prácticas que tienen su origen en los pueblos del Mediterráneo, hasta las más vivas, coloristas y sugestivas de la mayoría de las comunidades americanas, sin olvidar ese Halloween que, en vez de convivir, parece anular las verdaderas expresiones tradicionales.
Más, en todo lo visto y disfrutado, la fiesta de finados, la noche de difuntos, nos hace pensar en cual es el origen verdadero de la tradición, en que se sustentan usos y costumbres que hoy tenemos como algo con siglos de antigüedad.
Y es que, como reseña Eric Hobsbawm en su obra La invención de la Tradición, «nada parece tan antiguo y relacionado con un pasado inmemorial que la pompa que rodea la monarquía británica en sus manifestaciones ceremoniales públicas. Sin embargo, (…) en su forma moderna tal boato es producto de finales del siglo XIX y del siglo XX».
Algo similar acontece con la celebración o noche de finados en Gran Canaria, que puede tener sustrato y esencia de siglos, pero que en las formas y prácticas más patentes, las que han llegado a la actualidad, quizá tenga su origen e invención en dos hechos claves del siglo XIX insular, las epidemias, como representación social de la muerte, y la aparición de los cementerios, como lugar donde se concentra y concreta toda referencia a los finados.
Gran Canaria, con su capital al frente, supo mucho, a lo largo de toda su historia, de grandes epidemias que llegaron casi sin aviso alguno. Enfermedades infecciosas, contagios de muy diversa naturaleza, incluso hambrunas, que hicieron sufrir muchísimo y diezmaron a su población. Terribles epidemias que señalaron tan trascendentalmente a la isla, que su recuerdo se transmitió siempre de generación en generación. Aquí las primeras epidemias llegaron con la peste en 1512 y en 1528, apenas treinta y cuatro años después de fundado el Real de las Tres Palmas. Según se desprende de documentos de la época, provocaron el lógico y consustancial pavor entre la población, que vio como la danza de la muerte ponía también sus pies en unas islas tan alejadas del viejo continente, donde se dieron, a lo largo de los siglos XVII a XIX, otras como las de tabardillo, sarampión, gripe, fiebre amarilla, cólera o hambrunas –pues como tal se consideró una situación que conllevaba todo tipo de enfermedades y posterior fallecimiento de cientos de personas–.
Graves epidemias como la de tabardillo en 1584, de la que Thomas Nichols dejó una curiosa referencia en su Descripción de las Islas Afortunadas. En 1709 y 1758 hubo grandes hambrunas, a las que siguió una epidemia de gripe en 1764. Hay que resaltar que a estas específicas para esta isla o su capital se unían otras que se daban de forma generalizada en todas las islas, como el tabardillo entre 1669 y 1676, a la que en 1690 le sobrevino las de viruela y peste, con repetición en 1711 y en 1768, situación que se agravaba con pertinaces sequías, malas cosechas y plagas de langosta africana, que conllevaban hambrunas y consiguientemente el aumento de la mortalidad y de la insalubridad, en muchos casos, por el aumento del número de cadáveres y un tratamiento poco adecuado de sus condiciones de enterramiento.
Así, fue necesario que se tomaran disposiciones y medidas determinantes, ante las que la población grancanaria debió entregarse con todos sus recursos, capacidades y la mejor voluntad. Es el caso del ilustrado Obispo Servera, que en 1775 promovió urgentemente la apertura de un nuevo y amplio centro sanitario, el Hospital de San Martín, que estaría en funcionamiento hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, mientras desde sectores ilustrados se difundían las primeras medidas sanitarias entre la población insular, lo que no impidió que posteriormente, aunque ya no con tanta asiduidad, aparecieran otras terribles epidemias que diezmaron a la población grancanaria como la de paludismo en 1781, cuando se iniciaban las obras de ampliación y remate de la Catedral de Canarias, seguidas de otras de viruela y sarampión que afectaron a todas las islas en aquel final de siglo XVIII.
Pero serían las epidemias del siglo XIX, en una isla con demografía creciente y unas nuevas perspectivas de desarrollo económico y social, junto a un orbe cultural cambiante, las que marcarían nuevas perspectivas de lo que suponían y una visión distinta de la muerte y del culto a los muertos.
Junto a las graves epidemias, en especial la de fiebre amarilla -o vómito negro- en 1811, considerada como auténtica catástrofe demográfica en las dos grandes capitales de Canarias, aparece el establecimiento de los primeros cementerios tal como los conocemos en la actualidad -el Cementerio de Vegueta, y el Cementerio Británico en 1835, en la capital grancanaria y el de San Rafael y San Roque en Santa Cruz de Tenerife- o al menos en la forma en que han llegado hasta nuestros días, pues ya se presienten nuevas formas de necrópolis como los columbarios en algunas iglesias o lugares privados, los cementerios gestionados por empresas particulares o instituciones privadas, que ya existen en otros países, o los lugares destinados a un vertido controlado de las cenizas de los difuntos, lo que cambiará en mucho la perspectiva del culto a los muertos y de los lugares referenciales de la muerte, que con ello parecen querer disiparse del entorno cotidiano, y su celebración convertirse incluso en algo lúdico, como se refleja en la misma fiesta de Halloween, celebración intrascendente y trivial, cuya sustancia es alejar del ser y sentir cotidiano el hondo e ineludible sentido de la muerte.
Sin embargo, ante ello vale recordar como el antropólogo Marvin Harris señala que indefectiblemente «todas las sociedades tienen sus creencias, símbolos y rituales sagrados que se oponen a los acontecimientos ordinarios o profanos», y tarde o temprano terminan por encontrarse incómodas, incluso con cierto sentimiento de angustia, con aquello que, en definitiva, les es ajeno, que les aleja del verdadero sentimiento en el que han conformado su idiosincrasia. Pero ¿cuándo tienen su origen real esos usos, esas costumbres que marcan la idiosincrasia de una comunidad?
Se reconoce como un lugar identitario, en el orbe de los rituales del día de difuntos, el ir a los cementerios a visitar las tumbas de parientes o personas conocidas, limpiarlas, adornarlas con flores y, en algunos casos, cada vez menos, colocar velas, lamparitas o algún tipo de luminaria.
Son miles las personas que acuden cada año entorno al día 2 de noviembre, festividad de todos los difuntos, a los cementerios de la isla, que acomodan sus horarios y preparan sus instalaciones para recibir a tal muchedumbre; días en los que no tendría sentido recitar aquello de Bequer «¡Dios mío, que solos / se quedan los muertos!». Y, si preguntamos por esta costumbre, la inmensa mayoría responderá que se trata de algo que se ha hecho siempre, desde hace muchos siglos. ¡Ah! Pero si los cementerios, tal como los conocemos y a los que acudimos, no aparecen hasta 1811, y en esa fecha y años posteriores aún, es un lugar apartado, marginado, pues allí se ha dado sepultura a los cadáveres de los fallecidos por la terrible y enormemente contagiosa fiebre amarilla, tanto que es esta epidemia la que fuerza a cumplir una orden muy anterior, de los tiempos del rey Carlos III, para que se dejara de enterrar en la iglesias y carneros adyacentes a las mismas, para preservar la salubridad de unas poblaciones que habían crecido mucho. Las posteriores epidemias de las décadas de los treinta y los cuarenta llenarán de nuevo el cementerio y sus fosas comunes, hasta llegar a la terrible epidemia de cólera morbo de 1851, que se llevó a más de seis mil grancanarios a la tumba. Sin embargo, a partir de los años treinta, y sobre todo en las décadas centrales del siglo XIX, la escenografía funeraria cobrará importancia y aparecerán poco a poco hermosos panteones, algunos de ellos obra de Manuel Ponce de León, se colocarán bellísimas esculturas traídas de Italia -como las de Rinaldo Rinaldi (1793 – 1873) o la de Paolo Triscornia di Ferdinando (1856 – 1936)-, se trazarán atractivos jardines y se colocará una gran cruz central, también diseño de Ponce de león, que bien pudiera declararse como nuestra particular columnata de las epidemias al estilo y el sentido de los muy distintos monumentos conmemorativos de aquellas epidemias que asolaron Europa, usualmente al modo de columnatas, que no sólo rememoran el sufrimiento, la lucha frente al contagio y la capacidad de resiliencia de la población, sino que hoy son parte del paisaje urbano y elementos identitarios de estas urbes.
Baste recordar la Columna de la Santísima Trinidad, en la plaza del mismo nombre en Budapest (Hungría) en recuerdo de las víctimas de las pavorosas epidemias de peste de 1691 y 1709, la afamada Columna de la Peste de Viena (Austria), erigida en pleno corazón de la ciudad en recuerdo de las más de cien mil víctimas que se cobró la peste en 1679, o los afamados monumentos de Bratislava (Eslovaquia) o de Praga (República Checa).
En el caso de Las Palmas de Gran Canaria bastaría con colocar en su base unas placas con las epidemias que asolaron la ciudad y sus fechas. Sería entonces, en aquellos años centrales del siglo XIX, con el gusto romántico imperando en la cultura del momento, cuando se generó y se arraigó la costumbre de visitar los cementerios y llevar flores, especialmente por el día de los difuntos, impulsada además por la cercanía de unas epidemias que se llevaron tantas vidas de familiares, vecinos y conocidos, y toda la población aún tenía muy presentes aquellas escenas dantescas del trasiego de cadáveres, a la vez que surgían rumores y leyendas conmovedoras que permanecieron en la memoria popular grancanaria.
Epidemias, en especial las de fiebre amarilla de 1811 y 1837, así como la del cólera morbo de 1851, y la aparición de los cementerios, primero en Vegueta y luego, poco a poco, en la mayoría de los municipios insulares, fueron acicate para un cambio de usos y costumbres, de postura ante los finados y ante el hecho de la muerte. Prueba de ello son también los muy diversos textos literarios y poemas que aparecen en los primeros periódicos locales, o libros como Consejos de Higiene Pública a la ciudad de Las Palmas del médico y escritor Domingo José Navarro y Pastrana.
Indudablemente antes, desde la misma fundación de la ciudad, la muerte, los finados tuvieron sus ritos, sus cultos, costumbres con los que sus deudos les recordaban, unos usos de los que aún nos quedan, o son herederos en cierta forma, los afamados Ranchos de Ánimas que desde el Día de Los Difuntos, hasta el día de Santa Lucía -aproximadamente- recorren con sus canticos las calles y los vecindarios pidiendo para las ánimas benditas, dada la antigua creencia popular de que las ánimas del purgatorio vagaban esa noche del 1 al 2 de noviembre en busca del descanso eterno, y acudían a sus familiares y deudos en busca de ayuda.
Una tradición que bien pudiera conectar con expresiones medievales como la jota de ánimas de Estremera de Tajo, Madrid, la canción tradicional de ánimas de Las Hurdes, Cáceres, o el Canto del Ramo de la procesión de ánimas de Pobladura de Aliste, Zamora, entre muchos otros casos que se pudieran citar. Pero sin duda, con los cementerios y las epidemias que urgieron su establecimiento, la invención de la tradición en los finados tiene un origen claro que explica los usos y costumbres posteriores y actuales.
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