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N.G.A.
Entre la mar de todos los días y el piélago de los poetas
Voces, palabras

Entre la mar de todos los días y el piélago de los poetas

Nicolás Guerra Aguiar

Las Palmas de Gran Canaria

Viernes, 13 de septiembre 2024, 22:57

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Hay más de noventa mil palabras en nuestra lengua, estimado lector, válidas para la comunicación. Sin embargo, cuatro mil son más que suficientes para una clara, correcta y precisa trasmisión de mensajes. Tal cadena exige, pues, constante vigilancia por quienes, desde el punto de vista normativo, velan por su 'pureza'. Así, por ejemplo, Manuel Seco, riguroso filólogo y lexicólogo, ex miembro de número de la RAE, publicó el 'Diccionario de dudas y dificultades… '(1987). En él registra vulgarismos, neologismos, usos anómalos en textos periodísticos y literarios, dudas, vacilaciones… Todo lo cual, según su maestro -el también académico Rafael Lapesa- «prueba hondo conocimiento de las tendencias que se están gestando en el español de nuestros días» (en este caso, de cuarenta años atrás).

Ahora bien: ¿por qué 'las tendencias' arriba apuntadas? A nadie se le oculta que el español va experimentando cambios radicales o moderados con lentitud. Como ejemplos valgan dos observaciones del doctor Salvador Caja (2007), ex vicedirector de la RAE, y de Manuel Seco, respectivamente. Muestra su satisfacción el primero cuando una Miss España [sic] utiliza la palabra 'extravertida' durante una entrevista. Y eso a pesar de que el DRAE también recoge 'extrovertido'... pero remite inmediatamente a la primera forma. No obstante, mi exprofesor no entiende que la Academia se hubiera apresurado (inicios del siglo XXI) a darle cabida a la segunda, considerada por él un barbarismo, es decir, 'Incorrección lingüística...'.

El segundo, ya veinte años antes, recomienda el empleo de la voz referida a la 'Carrera pedestre de resistencia' como masculina ('el maratón') a pesar de que, reconoce, se ve con frecuencia usada como femenina ('la maratón'). Por tanto, si ambas formas están presentes en la lengua, ¿cuál debemos usar? La Academia prefiere la primera, a fin de cuentas fue la impuesta desde mediados del siglo XX. Pero no hay incorrección alguna en el uso de la segunda (respetando, eso sí, las concordancias con los adjetivos adyacentes según el género elegido).

Sucede algo parecido con ciertos términos cuyas formas superlativas llamadas 'cultas' fueron dando paso a otras, las coloquiales, a pesar de manifiestas reticencias de los normativos, algunos de ellos muy empeñados en imponer normas cuyo acierto es indiscutible... pero no aceptadas por la inmensa mayoría de los usuarios. Fue el caso, por ejemplo, de un colega emperretado en los superlativos nigérrimo, sapientísimo, paupérrimo para las correspondientes formas negro, sabio, pobre. El paso del tiempo ha ido reduciendo tanto su presencia en la comunicación oral que, incluso, a veces pueden parecer hipercultismos ('Creer como incorrecta una palabra que no lo es').

Hay en nuestro español, sin embargo, muchísimos términos de uso cotidiano (rosa, azucena, cisne, oro, ciprés…) con significados no registrados en los diccionarios. Y no porque estos sean incompletos, imperdonables olvidos, en absoluto: se trata de los símbolos, elementos representativos de valores, emociones, sentimientos. Tales palabras no aceptan constreñirse al riguroso significado tradicional, amplían a otros absolutamente ajenos: son obra de los poetas, exquisitos dueños del lenguaje para crear belleza, romperla intencionadamente o confundir al lector poco avezado.

Así, cuando Garcilaso escribe los dos primeros versos («En tanto que de rosa y azucena / se muestra la color en vuestro gesto») de un concreto soneto, pretende caracterizar el rostro de una jóvena apasionada pero, a la vez, contenida: la rosa (roja) frente a la blancura de la azucena, es decir, pasión amorosa / castidad, contención, pureza. ¿Y qué relación directa hay entre la lorquiana «rosa azul de tu vientre» con la esterilidad de una mujer? De la misma manera «la rosa dorada» de Alonso Quesada viene a representar la realización plena. Y la blanca de Martí («Cultivo una rosa blanca […] / para el amigo sincero») simboliza el canto a la amistad franca.

¿Y qué es el enhiesto cuello del cisne en el Modernismo sino la representación del erotismo? (Por cierto: también lo vemos en la pintura de Néstor de la Torre.) ¿Por qué Rubén Darío convirtió en cisne a Zeus? Sencillamente, para seducir a la hermosa Leda, mujer del rey espartano. ¿Y qué son los «oros de trigal» de Lepoldina, la «amiguita» del jovencísimo Tomás Morales? Y el ciprés de Silos de Gerardo Diego («Enhiesto surtidor de sombra y sueño»), ¿no simboliza acaso la trascendencia de lo humano, la ansiedad de diluirse «y ascender como tú, vuelto en cristales»?

Durante las mareas del Pino (rebosos, revolturas de fondo, inmensos charcones en Las Alcaravaneras, paños de espuma sobre la arena...) me vinieron al recuerdo estampas sardineras de infancias y primeras juventudes, cuando empezaba a deletrear algunos versos de Morales leídos en 'Las rosas de Hércules' y cuyas sonoridades («Y oyeron de las olas los rudos alborotos») tanto me impactaron pues, a fin de cuentas, conocimos la misma mar. En ella solía recogerme a la manera de mi profesor Sebastián Monzón para quien también -variante simbólica- «El mar es como un viejo camarada de infancia».

No es, pues, la mar de todos los días, la cotidiana, la intrascendente: se vuelve algo de uno mismo, latido de su propio ser, esencia vital incluyendo margullos, seba de olas... Por tanto, no tiene relación alguna con la manriqueña cuando se convierte simbólicamente en féretro: «Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / qu´es el morir». Muy al contrario, la mía se tutea con la de Machado: «¡No puedo cantar ni quiero / a ese Jesús del madero, / sino al que anduvo en el mar!»; es decir, a quien lo venció y dominó. Y me recuerda, nuevamente, a Tomás Morales: «El mar tiene un encanto, para mí único y fuerte; / su voz es como el eco de cien ecos remotos / donde flotar pudiera, más fuerte que la muerte, / el alma inenarrable de los grandes pilotos».

¿Para qué, si no, vivimos a sus orillas, caminamos sobre ella, la hacemos nuestra, enamoradamente nuestra? ¿No se mezcla, acaso, con nuestra sangre para acelerar ritmos de pensamientos, sentimientos universales, infinitos caminos hacia otros espacios más allá incluso de nuestra reclusión insular? La misma mar que deja de ser inmensas acumulaciones de agua y toma vida como símbolo de decencias, honestidades, libertad durante la España del horror y del terror, la mar como riguroso sentido ético de la vida. Así, la de García Cabrera: «A la mar fui por naranjas […] la esperanza me mantiene».

Sí, la mar como el infinito tras el cual ando a pesar de su continuada lejanía… Mar como ritmo cardíaco, corazón que late para seguir amamantando y fundirme en entrañable abrazo con ella. Por eso tampoco es la mar de alguna estrofa quesadiana, desesperanzas y monotonías: «¡El sol dando de lleno en los peñascos / y el mar como invitando a lo imposible! / ¡Todos se han ido! Yo, desnudo y solo, / sobre una roca, frente al mar, aguardo / el mañana, ¡y el otro!»... No, esta no es mi mar norteña, mi «vieja camarada» de sardineras infancias, juventudes y asentamientos en la madura edad...

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