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Se han escrito ríos de tinta sobre la identidad, nunca revelada, de los autores del robo sacrílego de las joyas de la Virgen del Pino, patrona de Gran Canaria, pero se ha puesto menos acento en calibrar qué posible relación tuvo con aquel triste episodio de la historia reciente de Teror y de la isla, la decisión del entonces obispo de la diócesis, Monseñor Infantes Florido, de tasar el tesoro y de divulgar su valor.
Además, aquella tasación, que ascendió a 14.295.000 pesetas y que fue hecha pública el 23 de octubre de 1974, fue la consecuencia de una polémica pastoral dada a conocer por el prelado sevillano en la festividad de la Virgen, en septiembre de aquel año, también apenas unos meses antes del robo, en la que, a grandes rasgos, cuestionaba si en los tiempos aquellos, posteriores al Concilio Vaticano II, tenía sentido que una Virgen acumulase riquezas «en contraste con las necesidades de los más débiles». Eso, decía, «a la vista de muchos», podría ser entendido como «posibles contrasignos de religiosidad», citaba textualmente.
La instrucción, que llevaba por título 'Las alhajas de la Virgen del Pino' y que fue repartida entre los fieles en la iglesia aquel 8 de septiembre de 1974, apostaba por otras maneras de expresar la devoción o la fe que no fuera a través de la ofrenda a las imágenes de joyas y objetos de valor, y anunciaba la intención del Obispado de que a partir de entonces, las nuevas que se entregasen, quedasen sujetas a un posible uso social o de caridad. Es decir, exhortaba a los feligreses a «que cada objeto precioso que su devoción les inspire entregar a la Virgen, lleve implícita su voluntad de que en un momento dado pueda destinarse a socorrer las necesidades del prójimo». De esa manera, se explicaba el obispo, «al honrar a la Virgen (con esas joyas), la honrarían doblemente: en sí misma y en sus hijos más débiles».
En consecuencia, Infantes Florido advirtió en su pastoral: «En adelante (como ya se viene haciendo de un tiempo a esta parte) no se aceptará ninguna donación de objeto precioso al Santuario de la Virgen del Pino sin la aceptación de este principio de comunicación cristiana de bienes». La advertencia estaba hecha respecto a las futuras donaciones, pero había un problema. ¿Qué iba a pasar con las joyas ya donadas? ¿También se iban a vender? Por lo pronto, la Diócesis avanzaba su intención de «respetar la voluntad de aquellos donantes pretéritos» a los que no podía consultar «sobre una posible reconversión de sus voluntades» y, en ese sentido, estimaba que «debía conservarse el tesoro devocional existente y legarlo con igual devoción a las nuevas generaciones», pero matizaba esa posición con un «por el momento» que, a priori, no cerraba la puerta del todo a darles otro destino.
¿Fue esa pastoral la que animó a algunos a llevarse las joyas que podrían tener un fin o un uso distinto para el que fueron entregadas a la Virgen? ¿O fue la publicidad que se le dio a la tasación de las alhajas la que pudo llamar la atención de grupos criminales profesionales? Con 14 millones de pesetas en aquella época podían comprarse varias casas. O bien nada de eso tuvo que ver y todo fue fruto de una casualidad. Nunca se sabrá.
«Evidentemente la pastoral se produjo con anterioridad al robo y se podría plantear la posibilidad de que esa publicación pusiera en alerta, quizás, a algún tipo de grupo mafioso que vio la oportunidad de robar esas joyas», apunta cauteloso Gustavo Trujillo, que insiste en el carácter hipotético de este razonamiento.
Sin embargo, lo que no está en el terreno de las hipótesis, sino en el de la historia constatada y demostrada de Teror, como publicó recientemente el cronista oficial de este municipio, José Luis Yánez, fue el malestar que provocó aquella pastoral en una parte del pueblo. Unos días después de que el obispo repartiera su instrucción, un grupo de vecinos aprovechó una reunión con el alcalde para otro tema, la mañana del 13 de septiembre de 1974, para abrir un debate sobre las intenciones del Obispado. La mayoría eran contrarios.
De allí, apuntaba el cronista en un artículo publicado en este periódico, salió una comisión con la encomienda de ir a hablar con José Antonio Infantes Florido, que aún se hallaba en la basílica con motivo de la novena del Pino. «Los enfrentamientos verbales en la trasera de entrada a la sacristía de la basílica; las palabras de unos y otros, la inicial negativa a cualquier tipo de reunión por parte del clero presente en el templo con motivo de la celebración de la novena, la reunión con el obispo y hasta el tema de las maletas para que éste se volviera a Sevilla». Son escenas reales, apunta Yánez, son historia de Teror.
De lo que cuenta el cronista se infiere que los ánimos andaban exaltados y que parte de la feligresía no entendía que se le diese a las joyas de la Virgen un uso distinto al de una ofrenda votiva a la patrona de Gran Canaria. Por eso, cuando, apenas cuatro meses después, se produjo el robo, «la culpabilidad fue dirigida -y ha sido durante todos estos años- de una forma casi unánime en contra de una persona: el obispo Infantes Florido», subrayó el cronista en su artículo 'Las joyas de la Virgen del Pino'.
Esa sensación de que todos culpaban al obispo la tenía el propio prelado, quien, años después, en una entrevista concedida al periodista Antonio Cruz de la que se hace eco Yánez, dijo que el robo había sido para él un golpe inesperado y muy doloroso y reconoció también que quizá la causa inmediata fue haber encargado la valoración del tesoro de la Virgen y haberle dado publicidad. Debió ser una obsesión en Infantes Florido, que tragó con aquel sambenito durante años. Ángel Ortega, sacristán menor de la basílica en el momento del robo, recordó que el obispo, en una conversación a solas y amparado por la confianza que tenía en aquel joven, llegó a preguntarle si él también lo pensaba.
Algunos vecinos, como Juan Salazar Herrera, ya fallecido, llegaron a responsabilizar abiertamente al clero, pero esas acusaciones ni se vieron refrendadas por la investigación policial y judicial que se abrió aquel 1975, ni tampoco tuvieron recorrido en una denuncia que en 2003 presentó en los juzgados Jorge López en su calidad de presidente de la Asociación Nacional Anticorrupción y Paro. Ahora los hijos de Salazar se han animado a autoeditarse un libro con el que buscan rescatar la hipótesis de su padre aprovechando este simbólico aniversario.
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Y es que, aunque parezca mentira, aquel misterio sigue dando que hablar y sigue generando interés 50 años después. Aún hay mucha gente que vivió en presente aquella noticia. O que incluso lloró, como recuerda José Luis Yánez, quien apostilla que «aquellos llantos no eran por lo que se habían llevado, sino por el agravio que le habían hecho a la imagen, por pensar que unas personas se habían podido subir sobre el trono y arrancar las joyas que generaciones de isleños habían colocado sobre la madre para embellecerla, para agradecerle, para traerle el amor envuelto en el valor de las joyas».
Trujillo habla de un «impacto psicológico» al tratarse de un agravio a la patrona. «Detrás de esas donaciones hay toda una devoción y un sentir popular, de ahí que para los testigos de aquella época, para las personas a las que les tocó vivir eso, fue un verdadero atentado y un sacrilegio».
En todo caso, introduce algunas matizaciones. Por ejemplo, que no fue el único robo. «En 1808 ya hubo algo parecido y después de este robo se produjeron otros, pero es que además también han robado en la propia catedral o en muchas iglesias de Canarias». Y otra salvedad. «No desaparecieron todas las joyas; es más, se conservan otras muchas más». Una parte, por ejemplo, estaban en casa de la camarera de la Virgen. Entre una cosa y otra llevan a Trujillo a considerar que aquel robo, sin restarle importancia, «no deja de ser una anécdota, porque a lo largo de la historia de la devoción a la Virgen del Pino hay otras fechas y otros acontecimientos que son mucho más importantes».
El obispo Infantes Florido dirigió su pastoral a sacerdotes y a fieles y con ella buscaba cambiar las reglas del juego respecto a la ofrenda de joyas a la Virgen. Aquella instrucción bebía del espíritu que emanó del Concilio Vaticano II, para el que chocaba una imagen enjoyada, plena de riquezas, en mitad de una sociedad donde había problemas de pobreza y marginación. Por tanto, a partir de entonces, si alguien donaba una alhaja a la Virgen, debía saber que podría usarse en beneficio de los más necesitados. Pero una parte de la feligresía no lo entendió. Muchas de esas joyas eran tesoros familiares que sirvieron de testimonio de una devoción y que si salieron de sus casas era para que las tuviera la patrona. El robo, poco después de esta pastoral, les dio el destino que ni unos ni otros buscaban. Ahora las joyas más valiosas están bajo custodia del Banco de España y la iglesia, que tiene abierto el camarín al público, se ha dotado de medidas de seguridad que evitan que aquello vuelva a repetirse.
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