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«Venga urgente, don Nicolás, que pasó una desgracia en la iglesia». Esa fue la palabra, desgracia, con la que Ángel Ortega acertó a definir lo que vio aquella mañana del 17 de enero de 1975. Fue el primero en advertir que a la Virgen del Pino la habían despojado de parte de sus joyas. En el manto de la patrona de Gran Canaria solo quedó una medalla. Y en la memoria de Ángel, una pregunta insistente: ¿Quién fue? Hoy, cuando se cumplen 50 años de lo que se llamó el gran robo sacrílego, hay más incógnitas que certezas.
Ni fue el primero ni fue el último ultraje que ha sufrido la imagen de la Virgen del Pino en su historia, pero el contexto en el que se produjo, el misterio que lo rodeó y el volumen de lo robado, con un valor estimado de unos 10 millones de pesetas, lo convirtieron en lo que el cronista oficial de Teror, José Luis Yánez, califica de «atentado al corazón de los canarios y canarias». Aquella noche se llevaron algo más valioso que las joyas de la Virgen. Lo que hicieron fue dejar malherido a un símbolo que, aunque de origen religioso, goza de un estatus casi identitario.
El robo, que dejó revueltas varias estancias del camarín de la Virgen, debió producirse entre las diez de la noche del 16 de enero, cuando, según contaban las crónicas periodísticas de entonces, había acabado un cursillo prematrimonial y cerraron la iglesia, y las seis y media de la madrugada del 17, que es cuando Ángel Ortega Ortega, que ejercía de sacristán menor, abrió el templo y levantó las palancas de la luz. «Miré para arriba y me encontré a la Virgen sin joyas, se veía sin joyas».
Aquella luz que prendió Angelito, como lo conocían a sus apenas 20 años, dio inicio, paradójicamente, a uno de los episodios más oscuros, con mayor misterio, de la historia de la parroquia y, en general, de la Diócesis, hasta el punto de que, a día de hoy, 50 años después, sigue siendo un tabú en el clero grancanario.
El agujero negro en el que acabaron todas las pistas de la investigación que se abrió disparó las especulaciones, por otra parte, nunca demostradas, de que la propia iglesia tuvo algo que ver, una interpretación popular y de la calle que, como es lógico, los sacerdotes de entonces y de ahora entienden ofensiva y dolorosa. De hecho, este periódico intentó, sin éxito, conocer cómo vivió todo aquello el entonces coadjutor de la parroquia, Nicolás Monche, o las impresiones, con la perspectiva del tiempo, del párroco actual, Jorge Martín. El titular de la parroquia en 1975, Isidoro Demetrio, ya falleció.
Las dos fotos se llevan unos meses y las dos, facilitadas por el cronista oficial de Teror, muestran el antes y el después del robo en la imagen de la Virgen del Pino. En la de la izquierda se observa la talla recargada de joyas, según la costumbre de la época. La Virgen y el Niño lucían sus coronas, tenían sus mantos atestados de alhajas y en los dedos de la patrona no cabía casi un anillo más. A la altura de lo que sería el hombro derecho de la Virgen, prendida del manto, brilla verdosa la gran piedra de esmeralda de 'La Rana'. Y el rostrillo, la pieza de tela que enmarca su rostro, deja ver otra ristra de piedras preciosas. En la de al lado, por el contrario, llama la atención la ausencia de las coronas, del rostrillo y de casi todas las joyas y medallas salvo una, que cuesta percibir, que Ortega identificó con la que le regaló Argentina a la Virgen, pero que periodistas e historiadores aseguran que es la medalla de Carlos IIIcon la que la honraron los Príncipes de España Juan Carlos y Sofía en su visita al templo en 1973.
Aquella investigación apenas duró seis meses, quedó sobreseída el 25 de junio de 1975 y archivada 5 días más tarde. Y es que tras las diligencias practicadas no se halló pista alguna que condujera a los autores del robo, pero al menos sí se consideró probado, como publicó en este periódico la compañera Luisa del Rosario, que tuvo acceso al sumario, el recorrido seguido por los ladrones.
Los cacos, porque, según los investigadores, no pudo haber actuado uno solo, no solo mostraron un profundo conocimiento de la arquitectura e instalaciones del templo, sino que dejaron pruebas de que no eran unos simples advenedizos, y es que llegaron a usar incluso un líquido especial, una especie de ácido, para detectar qué piezas eran de valor y cuáles no. Su principal objetivo eran las de oro.
Los inspectores de la Brigada de Investigación Criminal del Cuerpo General de Policía y los efectivos de la Guardia Civil determinaron que los ladrones accedieron a la cubierta del templo por la torre amarilla, donde está el campanario.
Entonces se barajó la posibilidad de que hubieran aprovechado que la tarde-noche anterior se había ido la luz en Teror durante varias horas para, en un descuido del monaguillo encargado de las campanas, subir a la torre y esconderse en su interior.
Ya con el templo cerrado, recorrieron el techo de la iglesia de delante a atrás, en dirección al altar, a lo largo del pretil plano en el que desemboca el tejado a dos aguas, y accedieron al interior del edificio por una ventana que daba a un espacio muerto entre la cubierta y el falso techo artesonado del camarín.
Una vez allí, les bastó con apartar una de sus piezas (es desmontable), y bajaron con una especie de cuerda.
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Los inspectores de la Brigada de Investigación Criminal del Cuerpo General de Policía y los efectivos de la Guardia Civil determinaron que los ladrones accedieron a la cubierta del templo por la torre amarilla, donde está el campanario. Entonces se barajó la posibilidad de que hubieran aprovechado que la tarde-noche anterior se había ido la luz en Teror durante varias horas para, en un descuido del monaguillo encargado de las campanas, subir a la torre y esconderse en su interior. Ángel recuerda, de hecho, que aquella tarde se ofició un funeral a la luz de las velas.
Amparados por la oscuridad de la noche, y ya con el templo cerrado, recorrieron el techo de la iglesia de delante a atrás, en dirección al altar, a lo largo del pretil plano en el que desemboca el tejado a dos aguas, y accedieron al interior del edificio por una ventana que daba a un espacio muerto entre la cubierta y el falso techo artesonado del camarín. Una vez allí, les bastó con apartar una de sus piezas (es desmontable), y bajaron con una especie de cuerda.
La hipótesis de los investigadores es que los autores trabajaron con parsimonia, durante horas, para escoger las piezas que les interesaba llevarse. Apenas hubo daños, salvo los provocados al forzar las vitrinas donde estaban las joyas y las que le causaron al manto del Niño Jesús. Dejaron sin alhajas, o casi, a las dos imágenes, pero sin dañarlas.
Cumplido el objetivo, salieron del camarín descolgándose con otra cuerda por el balcón que está sobre la puerta de la sacristía y, una vez en las naves del templo, lo abandonaron tras forzar la puerta lateral que da a la calle Obispo Marquina. Nunca se les pudo poner rostro. Nunca nadie vio nada. «Solo lo sabe la Virgen», afirma Ángel Ortega. «Se lo he preguntado muchas veces y todavía estoy esperando que me conteste».
Los ojos de Ángel Ortega, vecino de Teror y taxista jubilado tras años recorriendo las calles de la capital de la isla, fueron los primeros en ver a la Virgen del Pino despojada de sus joyas aquella fría mañana del 17 de enero de 1975. A sus 70 años aún se sigue preguntando quién fue, pero siempre cuenta lo que le confesó un alto cargo del juzgado de Arucas cuando fue citado a declarar, pocos días después del robo. «Nosotros sabemos quién fue; no podemos hacer nada por el Concordato». Ángel, que entonces era sacristán menor de la basílica de Teror, se refiere al acuerdo que firmaron el Estado español y la Santa Sede en 1953.
«Ya eso me dio que pensar», apunta. O el hecho, también curioso, de que la noche antes del robo «cuatro o cinco personas bien vestidas» le pidieron subir al camarín poco antes de cerrar la iglesia. Como en aquella época no había horario para subir, les acompañó. Tampoco entiende cómo Lolita Márquez, una señora que vivía justo enfrente del templo y «que no dormía ni de noche ni de día», dijera que ella no había visto movimiento alguno. «Estaba fija en aquella ventana», señala hacia una casona.
Todo esto lo dice desde la puerta de la torre amarilla por la que, según la investigación policial y judicial, accedieron a la iglesia los ladrones. Lo que no se sabe es cuándo. En todo caso, tuvo que ser antes de que la cerraran, porque Ángel asegura que aquella mañana estaba cerrada y que fue él quien la abrió.
Calcula que llegó sobre las 06.20 o 06.30 a la iglesia, caminando, desde su casa. Otras veces ya le estaban esperando monaguillos o monjas dominicas, pero aquella mañana se vio solo, no había nadie. Entró por la puerta central de las tres de la fachada y, como siempre, a oscuras, se dirigió al confesionario, en la nave del evangelio. Allí estaba la llave de la puerta de la torre amarilla, donde está el campanario. «Toqué lo que antes llamábamos el alba y la primera misa». Volvió a entrar al templo y lo recorrió a oscuras hasta la sacristía, donde estaban las palancas de la luz.
Sin saberlo, había pasado junto a uno de los rastros que dejaron los ladrones, la cuerda con la que se descolgaron del balcón sobre la sacristía. Subió las palancas, se hizo la luz y Ángel vio, primero la cuerda y luego, al mirar a la capilla mayor, a la Virgen sin joyas. ¿Qué sintió? «Una angustia. Yo nunca esperé ver eso en la Virgen. Nunca. Nunca».
El cronista oficial de Teror, José Luis Yánez, insiste siempre en que el tesoro robado a la Virgen era «más valioso en lo espiritual que en lo material», porque estaba y está formado por alhajas con las que durante siglos miles de canarios le habían mostrado su «cariño» y devoción, pero está claro que lo que buscaban los ladrones sí se cuantifica en dinero y lo que se llevaron, según quedó tasado en el sumario judicial del caso, ascendió a 10.307.400 pesetas.
Entre las piezas más valiosas robadas figura «un broche de oro y esmeralda con forma de rana», de ahí que fuera conocido como 'La Rana', que fue donado por una señora de la alta sociedad del siglo XVII, doña Luisa Antonia Trujillo Figueroa», según apunta el historiador Gustavo Trujillo, colaborador habitual de la parroquia y vecino de Teror. Estaba valorada en 3 millones.
También se llevaron «una custodia que fue donada en 1943 por una devota, doña Pura Bascarán», llena de piedras preciosas, detalla Trujillo, la corona de la Coronación, el rostrillo de oro de ley de la Virgen, con amatistas, diamantes y esmeraldas finas con otra esmeralda central, de 6 kilates, valorado en 800.000 pesetas, según consta en el sumario, y una imagen del siglo XVII de la Inmaculada decorada con perlas, oro y tres esmeraldas, tasada en 400.000 pesetas.
Además, el botín se completaba con 714 anillos de oro liso y 143 pulseras. En total, las diligencias judiciales constataron que los ladrones se hicieron con 5,195 kilos de oro, como recogía también la información publicada por este periódico en 1999.
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Carlos G. Fernández y Lidia Carvajal
Rocío Mendoza | Madrid, Lidia Carvajal y Álex Sánchez
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