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Esta tendencia de los perdones colectivos, sobre todo por hechos de hace siglos, no termino de entenderla. Que tire la primera piedra el pueblo que ... esté libre de culpas. Nos la pasaríamos pidiéndonos perdón los unos a los otros. Dicho esto de partida, y ajustándonos a la inercia que nos marca la actualidad, comparto la reacción de las autoridades españolas de no acceder a la exigencia de México de que España pida disculpas por las atrocidades que se cometieron en su nombre, por acción o por omisión, en el territorio que ahora ocupa este país americano.
Y no lo comparto no porque piense que no haya motivos para pedir perdón. Los hay de sobra. Al margen de que las acciones hay que enmarcarlas siempre en su debido contexto histórico, hay barbaridades injustificables, sea la época que sea. A mi juicio, la clave está aquí en quién lo exige y por qué.
No nos engañemos. Ni al promotor inicial, López Obrador, ni a la flamante presidenta, Claudia Sheinbaum, les anima una voluntad de encuentro con España, o de cierre de heridas, o de reparación, como lo quieran llamar. Si buscaban eso, no lo habrían escenificado así, con exigencias públicas, un tanto altisonantes y, sobre todo, desafiantes. Las cosas en diplomacia se cocinan de otra manera, se pactan primero en la trastienda.
Y, por supuesto, no es baladí que Morena sea un partido de izquierdas y republicano. Como tampoco es casual que el foco de sus dardos sea el rey, a sabiendas de que quien decide en esta España de hoy, no como en la conquista, no es el monarca, sino el Gobierno de turno. Ni es cosa del azar que los que amplifican su voz en España sean los medios y voceros de izquierdas. Huele de lejos a política partidista.
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