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Mario Hernández Bueno
Las Palmas de Gran Canaria
Sábado, 15 de junio 2024, 20:16
Pero antes desayunaríamos en una vivienda llevada por un par de jóvenes parejas con aspecto hippy. Huevos y bacon, tostada, vaso de leche fría (me encanta la leche de USA), un pastel, un bagel con huevo revuelto, a modo de bocadillo, y un café largo, 25€. Me gustó el pastel, tenía el acento danés. En USA, la danish pastry es oferta obligada en los desayunos de los hoteles de lujo. En nuestra isla la hemos conocido desde los pasados sesenta gracias a aquellos pasteleros escandinavos. Y aun nos queda algo en la legendaria konditori Casa Suecia, en la calle Tomás Miller.
Ya estábamos casi fuera del pueblo y, en un amplio cruce, abierto y sin edificios, Tania se situó en el carril de la izquierda y aminoró aun más la velocidad, el semáforo estaba en rojo y parpadeante. Allá los cuelgan en medio de la calzada y, por lo tanto, no hay que dejar de mirar hacia adelante y arriba. Un auto venía de frente, lentamente, y dobló hacia su izquierda y Tania hizo lo mismo hacia la suya. Y no habíamos recorrido cien metros cuando oímos la sirena y vimos las inquietantes luces azules.
Un joven enfundado en un uniforme azul marino, ceñido tal y como una segunda piel, impecable, de apellido Martínez, se acercó parsimonioso, con la seguridad que da un revólver al cinto, y nos recriminó por no haber respetado un stop. Y, a pesar de explicarle que no lo vimos, que éramos turistas y en España no se coloca un stop cuando hay un semáforo, nos clavó. Un arrogante que no quiso hablar en español, ni admitir la inexistencia de peligrosidad, que nada habíamos hecho irresponsablemente. ¡Un machango! que decimos en Canarias.
Teníamos casi cuatro horas. La carretera seguía cortando un desierto salpicado de unas matas que me recordaban a las aulagas. Se veían alguna vaca y alguna cancela de rancho y, a veces, viejos y oxidados trenes parados, algunos con más de dos kilómetros de largo. De vez en cuando surgían casas en estado de abandono y otras ya derruidas. La mayoría, sencillas y de madera.
No veíamos un alma. Y al pasar por uno de los conjuntos de viviendas entré a su tienda y, con el pretexto de comprar agua, pregunté a una señora la razón de aquel abandono, me dijo que: «Cada vez escasea más el agua y no se puede plantar alfalfa para las vacas y se tuvo que abandonar un rentable cultivo de cebollas; aparte de que no hay hospitales ni centros comerciales cerca. Para comer una McDonald hay que hacer 60 kilómetros», apostilló.
Llegamos a Del Río (condado de Val Verde). La pequeña ciudad, de unos 35 mil habitantes, más parece otro de aquellos pueblos que crecen a orillas del camino. Nada recuerda su Historia: la de San Felipe del Río, abreviada a Del Río por los norteamericanos. Su origen se halla en un asentamiento de los conquistadores españoles a la vera del Río Grande. Hoy es una de las seis ciudades binacionales: separadas por las banderas y el mítico río y unidas por puentes. Y tras cruzar el de Del Río se llega a Acuña.
Estaba cansado; cené solo verduras en un bufé (17€) de carnes, que no me dieron buen rollo. Soy un tiquismiquis en cuanto a carnes de vacuno. Son años en ese «bisnes». El modesto grill Sirloin Stockade estaba a metros del hotel, y allí volví a meditar sobre la visita a Méjico, a Acuña. Pero la recepcionista, mejicana, que residía allí, me alertó: «No merita la pena. No quiera usted meterse en un lío». ¿No pisaríamos Méjico en todo el viaje?
Tras un desayuno más que self-service: café, leche, yogur, wafles, que se los prepara uno mismo, tortillas y huevos revueltos congelados…: una colación de astronautas, partimos hacia Eagle Pass. Ciudad que fue aguerrido fortín durante la Guerra entre los EEUU y Méjico. Y ganaron los yanquis. Y se zamparon Texas. Un territorio que aquellos «padres de la patria» azteca, los muy ambiciosos hijos de españoles, poseían tras haber traicionado a la madre España aprovechando que el gabacho Napoleón la había ocupado. Sorprende que algunos se indignen con los israelitas porque han ocupado territorios tras ser atacados y gastado millones en guerras. Medio mundo está, históricamente, configurado por botines de guerra.
Otro de nuestros objetivos era visitar una reserva india, así que poco antes de llegar paramos en el pueblo de Rosita y su Casino. Negocios que en EEUU suelen ser concesiones gubernamentales a los indios para compensar las matanzas y las confiscaciones de tierras. En este caso, la tribu Kickapoo. Pero no distinguía indios. Se ven, siempre, muchos mejicanos de pura raza. Mas haberlos haylos y viven en unos bloques de viviendas enfrente del hotel-casino, del que –me dijeron– son accionistas. Entramos al hotel y pasamos al casino, el Eagle Lucky. Un antro enorme con dos mil quinientas máquinas electrónicas, incluso ruletas y blackjack. Nada de personal: crupieres…, excepto en los bares y un restorán de lujo. Era por la mañana, a eso de las 11, y estaba concurrido, mayormente por gentes de la tercera edad.
Y de allí hacia el cercano Eagle Pass, a nuestro hotel. Otro motel y también llevado por indios, pero de Paquistán o India. Prácticamente las principales cadenas de moteles en USA ya son propiedad de esos asiáticos. Fue el peor de los alojamientos y el desayuno aun más tipo NASA.
Por recomendación del dueño: un indio recostado en un sofá de la recepción, sin sandalias, con los ñoños al aire que acariciaba con indisimulado placer, fuimos al restorán bufé chino. Sigo yo fiel a comparecer, de vez en cuando, ante esa cocina occidentalizada. Pagamos los 17€ y ocurrió lo peor: la más horrible comida china de mi vida. Y volví a mandarme, solamente, unos platos de verduras. Y comencé a asustarme. ¿Caería en el veganismo? ¡Qué peligro! De ahí a la entomofagia, un salto de sarantontón.
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