Una auténtica rareza constituye en la irregular programación de la presente temporada del Teatro Real de Madrid la presencia del oratorio dramático de Haendel 'Theodora'. ... Con irregular libreto de Thomas Morell se estrenó en el Covent Garden de Londres el 16 de marzo de 1750. Única obra de este estilo del compositor basada en una historia cristiana. La partitura posee una variedad, una organización vocal, una altura musical de altos vuelos. De lo mejor salido de la pluma del autor. Naturalmente con muchas exigencias planteadas a los solistas vocales.
En esta época, y Haendel fue uno de los mejores ejemplos al respecto, se hacía llamada a los principales recursos de un belcantismo que empezaba a adquirir por entonces su sazón y que venía de la mano de los adalides de las escuelas de canto, que establecían las sacrosantas reglas áureas que habrían de regir y enaltecer ese arte, elevándolo a alturas inaccesibles nunca alcanzadas con posterioridad. Se ponían las primeras piedras definitivas del arte del canto, que marcarían todo el proceso evolutivo posterior.
Para Celletti no resulta verosímil que las escuelas vocales italianas del 'sei-settecento' persiguiesen los sonidos flojos, parlantes y fijos, que hoy defienden como históricos algunas interpretaciones filológicas provenientes de los Países Bajos y de Inglaterra o Estados Unidos. La emisión, como el vibrato, era mucho más natural de lo que se piensa. En el camino que preconizan algunos cantantes actuales, que emiten muchas veces a plena voz, sin temores, de forma espontánea.
Para enfrentarse a estas arias hay que ser ducho, y no todos lo son hoy día, en el difícil arte de la 'sprezzatura', esa habilidad para alargar o retener el compás a fin de dar a la nota su valor en función de las palabras; concepto conectado con el de 'rubato' y en el que se bañaban las composiciones, óperas y madrigales, de Monteverdi. Estamos, en estos inicios del XVIII, en un momento en el que, quizás, los 'castrati' empezaban a aplicar en el agudo una especie de falsete reforzado, el llamado falsettone, «bastante amplio y luminoso» en palabras de Celletti. Las notas de pecho comenzaban también a adquirir una mayor preponderancia en las zonas más elevadas de la tesitura y era sobre ellas que se iban desarrollando los pasajes de virtuosismo. Aunque, en puridad, deba decirse que los agudos de pecho realmente no existen; a lo más existe un sonido mixto, en el que –con el tiempo se iría aclarando la cuestión- se produce a partir de una determinada nota el pasaje de registro.
Todo esto viene al caso a propósito de la exhibición, en una curiosa versión escénica que comentaremos de inmediato, de este oratorio, que precisa de la intervención de una soprano femenina dos altos (probablemente un castrado y una mezzo femenina), dos tenores y un bajo. En las representaciones del Real hemos podido escuchar a un reparto con planteamientos actuales. La protagonista, Theodora, ha sido la soprano norteamericana, lírica podríamos decir, Julia Bullock, que no pudo en ningún momento sortear las dificultades de sus arias. La voz, la de una lírica, es agreste, poco timbrada, la emisión irregular, la extensión justa, y la afinación dudosa.
Muy distinta la prestación de la ya veterana Joyce DiDonato, que ya anda por los 55 pero que aún conserva sus credenciales de mezzo lírica en sazón, con su timbre soleado y cálido, su extensión, su dominio de las agilidades, su expresividad, su donosura fraseológica y su impoluta afinación. Con muy contados desfallecimientos. Admirable en sus numerosas arias. Maravillosa la de la escena tercera del tercer acto, 'New scenes of joy'. Aunque ya nos había embaucado en la asimismo tercera escena del acto I con la delicada 'As with Rosy steps'.
Es curiosa la diferenciación que hace Haendel entre los coros de cristianos y los de romanos. Aquellos aparecen habitualmente envueltos en un halo de encantadora frivolidad. Son hedonistas. Estos se instalan a veces sobre ritmos de danza, homofónica exuberancia con un color instrumental muy cálido y abundante contrapunto. No hay panteísmo, como señala Winton Dean. Son evocación del más fino espíritu cristiano; en mayor medida que en 'El Mesías'. Desde luego, en afirmación del ditado estudioso, Theodora no es una heroína que podríamos considerar «blanqueada». Haendel nunca la pinta como alguien conmovedoramente humano. Su pasión no es la carne -siente más admiración que amor por Dydimus- pero la asombrosa intensidad de la primera escena de la prisión nace de la contraposición entre lo terrenal y la llamada divina. El éxito del último acto depende casi enteramente de su vívida humanidad.
Todo ese planteamiento, con su lado filosófico, desaparece en la prosaica lectura escénica de Katie Mitchell, que, por arte de birliborque, da la vuelta a la acción y a su significado espiritual para convertirla en una lucha entre el poder romano y los sojuzgados cristianos que tienen en Theodora una líder del terror, la portadora de las armas que han de acabar con la dominación. En escena se fabrican bombas y se emplean pistolas -que nunca se disparan- a lo largo de una acción que no se entiende a no ser que uno se haya leído previamente el plan de la regista. No hay nada en el texto ni en las intenciones de libretista y compositor que permitan trazar un plan argumental y escénico semejante.
Al final, tras mucho ir y venir, encima Theodora y Dydimus no mueren, sino que se cargan a Valens, el gobernador de los romanos. Y salen en busca de otras víctimas. Nada que ver con lo que se narra y se comenta en la partitura.
En todo caso, traiciones aparte, de lo que no hay duda es de que Mitchell y su equipo han construido una acción paralela excelentemente presentada, con hasta cinco cuadros que se deslizan a izquierda y a derecha y que representan estancias, una cocina, un lupanar (con exhibición de dos magníficas bailarinas y contorsionistas, La Galgue y Mero González) y una cámara frigorífica. Maravillosa escenografía de Cloe Lamford, que, más allá de la traición al texto y a la música, es eficaz y vistosa. Menos mal que previamente en el programa de mano se avisa de lo que vamos a ver porque si no sería difícil enterarse.
Lo que no se modifica es, claro, la música, que aquí es interpretada por un conjunto de unos cuarenta instrumentistas, casi todos ellos de la Orquesta del Teatro, a los que se unen algunos instrumentos de época: claves, tiorba, arpa… Al frente el gesticulero Ivor Bolton, hasta hace poco director musical del Teatro, que supo mantener el estilo, acentuar con sentido, frasear con variedad, sostener el flujo rítmico y animar el cotarro en los instantes más determinantes. Acompañó con soltura y brío y concertó sabiamente. El Coro estuvo magnífico, entonado y cambiante; como la Orquesta. Lo que redundó en la general buena prestación vocal.
Ya hemos hablado de las voces de las dos protagonistas; una deficiente, Bullock, y otra sobresaliente, DiDonato. Los demás rayaron a una altura en algún caso más que aceptable. De lo mejor fue el contratenor Iestyn Davies, ya conocido por estos pagos. Su voz de soprano bien pertrechada es cálida y su técnica irreprochable. Dice y matiza, entona y afina. Lo demostró con creces en su aria da capo de salida, que evoca la fuerza que la fe da al alma. Y en sus otras intervenciones; como las de los dúos con Theodora. El tenor Ed Lyon (Septimius), de timbre algo raído y escasamente atractivo, cantó, sin embargo, por derecho mostrando una notable extensión. Poderoso, resonante y temblón, de emisión más bien nasal, el prefecto romano Valens del bajo Callum Thorpe.
Al final buen éxito. Más allá de que la narración tuviera sentido -algo de lo que pocos se enteraron-, lo cierto es que el espectáculo fue magnífico. Incluso se aplaudieron las escenas desarrolladas a cámara lenta, muy eficaces y vistosas, pero difícilmente justificables. En todo caso aplausos al Real por habernos permitido escuchar un oratorio tan hermoso.
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