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Manolo Santana posa delante de la caseta número cuatro de las hamacas en la playa de Las Canteras. Arcadio Suárez
Manolo Santana: Él fue el boom del turismo

Los rostros de barrio

Manolo Santana: Él fue el boom del turismo

Hamaquero de Las Canteras desde 1967 ocupa la séptima entrega de esta serie que habla sobre los personas que construyen Las Palmas de Gran Canaria fuera de su foto oficial. Una vida de recuerdos cosida a la playa principal de la ciudad

David Ojeda

Las Palmas de Gran Canaria

Sábado, 11 de enero 2025, 23:15

La caseta número cuatro de las hamacas en Las Canteras debería formar parte del catálogo de patrimonio de Las Palmas de Gran Canaria. Allí se puede encontrar a Manolo Santana cada día del año desde que en 1967 comenzó a colaborar con Paco El Flaco; en aquella ciudad que se iba descubriendo al turismo internacional de masas y en la que el propio Manolo fue un descubrimiento en sí mismo para las tentaciones nórdicas. Él fue el auténtico boom del turismo.

Su caseta está llena de recuerdos. En una puerta cuelgan sus fichas federativas del Velas Canarias o el Hespérides, equipos regionales de fútbol en los que ofició de defensa central antes de firmar por el Teror en sus últimos años como jugador. «El alcalde del pueblo me vino a fichar y le dije que no, tenía ya 32 años, pero me ofreció mil pesetas por partido jugado y dos sacos de papas para mi madre y acabé firmando», expresa recordando que así se hacían las cosas antes.

Manolo Santana es historia viva de Las Canteras. A las órdenes de Farías empezó a ser algo más que un colaborador, encontró su oficio entre hamacas y sonrisas rubias en 1971. Allí ha construido una vida que a sus 77 años da para varios tomos, y este no es, evidentemente, el primer reportaje periodístico sobre su persona.

Santana es una metralleta. Cuando activa los recuerdos, que avala con fotografías y cartas de amor de antiguas veraneantes, apenas queda aire entre los interlocutores para algo que no sea su ejercicio de memoria. «La identidad de una persona es lo más importante, no debe cambiar nunca», resume como filosofía.

En la arena de Las Canteras, en el entorno del Hotel Cristina, encontró el lugar en el que asentar su campamento. Probó como mecánico y no le convenció el resultado. También trabajó en una fábrica que acabó cerrando aunque después de eso él pasaba cada sábado a por su soldada. «Era muy malo estudiando. Me marché del colegio porque no se me quedan las palabras. Todo lo que digo me sale del corazón», dice con una percepción probablemente equivocada sobre sí mismo, un tipo entrañable y elocuente, forjado en esa escuela de la vida que fue la vieja Isleta.

Desde entonces su idilio con la playa no solo tiene la tinta de los romances de invierno. Lo ha sido todo en la playa. En su caseta guarda un viejo CANARIAS7 ya amarillo por dos décadas de vida. En él, abriendo una crónica sobre un reboso anormal en la playa, el periodista Javier Darriba cita una premonición de Manolo: «Llamé al periódico para avisar de que la luna estaba equivocada y que al día siguiente iba a haber olas de más cinco metros». Acertó de pleno.

A entender los ciclos lunares le enseñó su padre. Del que habla con emoción porque le debe todo. Noches de pesca entre las rocas, de las que alguna vez ha escapado desafiando a los mensajeros de la muerte. O a tomar siempre las decisiones correctas. «Una vez tuve un romance con una finlandesa que llegó aquí de vacaciones y me dijo que quería que me fuera con ella a su país. Hablé con mi padre y me aconsejó quedarme, que allí no encontraría mi sitio. Y estoy seguro de que me dio el consejo adecuado».

La libertad que traían del norte

Manolo, su hermano, y muchos más amigos, de los que la vida ya le ha arrebatado unos cuantos, se hicieron mayores en la postal principal de la ciudad. Descubrieron cosas de la vida y del amor que para ellos era imposible en la España pacata y confesional de la dictadura. «Nos quedábamos asombrados, especialmente con las mujeres. Nos decían que ellas eran libres y tenían actitudes que al principio a nosotros nos asustaban porque aquí la iglesia nos decía que eran pecado», expone.

El turismo que se fascinaba con personajes como Manolo Santana dejó un gran impacto en aquellos jóvenes del deslinde de los sesenta. «En la zona donde tenía las hamacas mi amigo Santiago, algo más allá del Reina Isabel, se ponían muchos extranjeros homosexuales. Que se daban la mano con libertad y eso, claro, era algo que nunca veíamos aquí».

Pero no todo es nostalgia. Mientras esta conversación sucede una madre y una hija, alemanas y ya clásicas en Las Canteras cada invierno, se aproximan e interrumpen brevemente el diálogo. Traen para Manolo y su compañero de caseta unos palitos salados típicos de su lugar de origen. Manolo se empaña de gratitud. Sigue siendo un personaje carismático de una playa de la que solo le alejan sus desencuentros con los políticos que rigen su tutela.

Pero ellos van pasando y Manolo Santana continúa sobre la arena. Amontonando memorias que contar. Su figura, su ya clásico bigote, ha servido incluso para campañas promocionales del Gobierno de Canarias. «Me tuvieron todo un día para esto –indica mostrando una página de publicidad en la que sale portando una sombrilla–. Me pagaron pero pasamos todo el día maquillándome y fotografiándome. Al final me llevaron a la orilla con una cámara y una claqueta y del tirón me salió una frase en lo que explicaba qué significa para mí Las Canteras. Y esa es la que sale en el anuncio», expone.

Cuando el turismo explotó en la ciudad Manolo estaba allí. Allí sigue ahora, cuando la ciudad puede explotar por el turismo.

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