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Los rostros del barrio
Arminda Hernández: En sus manos está la llave del temploLa literatura bíblica otorga a San Pedro las llaves del Reino para simbolizar su autoridad religiosa. En San Juan, esa autoridad reposa en las manos de Arminda Hernández, que custodia las llaves de la ermita del barrio desde que tiene uso de la razón y de la memoria.
Hernández nació en una casa que colinda con la ermita hace 78 años. Allí ha hecho su vida. Y allí hay que tocar cuando se quiere entrar en la pieza religiosa construida en el siglo XVII. Hernández simboliza la transmisión de la ternura. Con su mirada clara y su voz semitonada. En la encrucijada entre la calle Ruda y la de Cruces de San Juan ha visto pasar la vida, testimoniando como ha ido cambiando el singular risco de Las Palmas de Gran Canaria. «Todas las calles eran de piedrita, era como un pequeño Albaicín de Granada», recuerda.
En el viejo San Juan tuvo una infancia feliz. En un barrio edificado sobre unos pocos apellidos en los que la vida era más austera, seguramente más auténtica. «Por ejemplo, las fiestas eran muy emotivas. Miguelito, el de la funeraria, era el señor que llevaba todas las fiestas. Se hacía un arco muy bonito a la entrada del barrio y se engalanaba toda la calle con luces de colores y banderitas; se colocaban altavoces para escuchar la música y venía gente de Santo Domingo, San José e incluso de San Nicolás. Ese olor a piña asada, muy sabrosa, que estaba riquísima. También había pulpo asado, que a mí no me gustaba nada», evoca en una sucesión de imágenes y olores que se agolpan en su recuerdo.
El risco de San Juan es un escarpado laberinto, que se consume entre escaleras y estrechos callejones. En apenas un palmo se levantan viviendas de autoconstrucción, esas tan elementales en la vida de todos esos barrios humildes que se vieron ocupados por el fenómeno del desarrollismo que mediado el pasado siglo trajo a la gente del campo a vivir en la ciudad.
Antes de eso ya andaba Arminda Hernández por los contornos de la ermita. Saliendo a barrer la pequeña porción de calle junto a su puerta y saludando a Mariquita 'la del postigo', que pasaba las tardes en el quicio de su puerta.
San Juan era un barrio compuesto por dos baterías militares. La hace mucho tiempo abandonada, y ahora en proceso de reconstrucción batería de San Juan, y la que hoy ocupa el colegio Alcorac Henríquez, a mitad de barrio. Este fue espacio de juegos para distintas generaciones. «Recuerdo subir allí a jugar con los hijos de los militares. Los domingos por la tarde lo pasábamos muy bien allí. Hasta esa zona era todo laderas y subíamos por unos caminos que habían», rememora.
En el coro de Pepita Verona conoció a su marido Eulogio, al que añora cada día. Un hilo invisible les mantiene cosidos, a través también de sus tres hijos, entre ellos Beatriz Alonso, cantante de voz sedosa que heredó las pulsiones artísticas que Arminda demostró, como no, en el interior de la ermita de San Juan Bautista, donde ha llegado a tocar el violín en nochebuenas mágicas.
Todas esas vivencias siempre conectadas a lo que sucede en la ermita, apenas separada de la puerta de su casa. Los recuerdos de Hernández dan para un libro. Y su conocimiento del entorno en el que se mueve, dentro o fuera del templo, transmiten la sabia de la experiencia y el amor. Porque lo que ella siente por la ermita es tan intenso que su marido, del que siempre habla con ojos empañados, le decía que le iba a poner la cama dentro de la iglesia porque pasaba más horas allí que en casa.
Cuando abre las puertas de la ermita, esa de la que sus abuelos ya tenían la llave, Arminda se explica como una profesora de historia. Detalla cada proceso histórico por el que esta instalación religiosa ha pasado. Lo sabe todo. Incluso tiene espacio para discrepar de algunas de las decisiones que se han tomado en las recientes restauraciones de sus impresionantes frescos.
Tiene derecho. Nadie conoce la ermita de San Juan como ella. Ni siquiera los distintos párrocos que han estado al frente. Los recuerda a todos con mucho afecto. «Me bautizó don José Quevedo. Y de ahí para adelante recuerdo a Domingo, Policarpo, Juan Betancor, Pedro, Higinio, que ahora está en Vecindario...», va detallando cuando se le interrumpe para preguntarle por la relación que ha tenido con ellos: «Ha sido muy buena con todos. Siempre he sido su persona de confianza. Llevo hasta las cuentas, porque soy una abuela tecnológica –bromea–, aunque somos una iglesia pobre, con pocos recursos».
Para una persona que ha pasado casi ocho décadas en esas viejas calles ya nada es lo que era. Es complicado que así lo sea. «La verdad es que en los últimos años se ha marchado mucha gente del barrio y hay mucha gente nueva. De los antiguos quedamos pocos. Me siento algo rara con eso y si no es porque a veces vienen a buscar algún papel o algo en la ermita ya no nos veríamos nunca», comenta con tristeza.
El barrio de San Juan la homenajeó en sus fiestas el pasado año. Un pequeño y justo reconocimiento para una persona que ha cimentado sin pretenderlo el sentido de la palabra comunidad.
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