

Secciones
Servicios
Destacamos
JOSÉ LUIS YÁNEZ RODRÍGUEZ / CRONISTA OFICIAL DE TEROR
Viernes, 1 de noviembre 2024, 01:00
Según muchos investigadores, el castañero, en esta su pronunciación derivada del portugués, acompaña a los canarios desde poco después de la conquista e, incluso, algunos afirman que antes; pero sería en el siglo XVIII cuando por sus múltiples utilidades, más se promocionó y protegió la extensión de su cultivo. Rubén Naranjo y Vicente Escobio, en su trabajo sobre este tema, nos aportan datos sobre una concesión de tierras en el Barranco de la Virgen hace más de dos siglos a Pedro Domínguez, al que se le pone como condición «que en el presente invierno y en los subsesivos que susista este arrendamiento a de hacer dos semilleros vno con medio millar de Nueses y otro con medio almud de Castañas para que cuando estén en proporción se pongan en las laderas y partes que se señale por el que corra con el cuidado de toda aquella propiedad y si faltare a dicha condición y a cuidar de los Arboles ya plantados, desde ahora quede incurso en la pena de ocho reales de plata por cada semillero que no hubiese puesto y de dos reales si por su descuido se perdiese».
Interesante datación la de este documento, que pudiera ser el origen de muchos de los ejemplares de los que hoy disfrutamos desde Cueva Corcho, Valleseco, a los altos de Guía; desde las feraces tierras de la Vega de San Mateo a la umbría de los cortijos de Osorio y San Isidro en Teror. Viera y Clavijo dice que es «árbol que complaciéndose en el clima de nuestras principales islas, hermosea sus medianías y sus altos... se cultiva con toda prosperidad y utilidad en los altos de la Orotava y en los Realejos de Tenerife; en los de San Isidro de Teror en Canaria; en los de la isla de La Palma, Gomera, etc.».
Sería en esos lugares donde más medrarían los castañeros, por lo que las referencias documentales son más abundantes. En el Diario del Vizconde de Buen Paso aparece que el 27 de noviembre de 1802 le llegó recado de su hermana, diciéndole que el Marqués de Villanueva del Prado buscaba «algunos almendros, morales y castañeros, así como de media vara poco más o menos y que vengan con buena raíz; son para un inglés que va de gobernador a la Trinidad»; y al año siguiente plantaba él mismo 126 castañeros a la orilla del monte.
Hace más de un siglo, en los altos de Teror, alrededor del Cortijo y Ermita de San Isidro, aún por entonces pertenecientes a la familia Massieu, un anónimo cronista señalaba el lirismo de la fiesta del santo labrador entre el boscoso entorno, donde se veía las romerías discurrir por las veredas «entre montañas presentándonos a hermosas mujeres elegantemente ataviadas y descansando sobre sus cabalgaduras cubiertas con colchas multicolores tejidas en el país; y bajo aquél bosque de frondosos castañeros, las cajas de turrón, los tercios de vino, las cestas de fruta, los blancos ventorrillos, los bailes característicos del terruño y el chisporroteo de ardientes piropos».
Todo era esplendor y serenidad a la par en medio de los castañeros. Bien lo observó Miguel de Unamuno cuando en junio de 1910 visitó nuestra isla y en Teror pudo verlos en Osorio, propiedad de Adán del Castillo y Dolores Manrique, y así escribió cuando llegó al Hotel Royal de la terorense calle de La Herrería: «El frondosísimo castañar de Osorio me recordaba más de un rincón de mi nativa tierra vasca. Y allí, en aquel castañar de Osorio, me tendí a la caída de una tarde hasta ver acostarse las colinas en la serenidad del anochecer».
Las castañas tostadas al salir de misa de Pascua o la próxima celebración de los finados son la constatación de esta secular relación y aprovechamiento de los frutos de lustrosa apariencia. Domingo José Navarro, a fines del siglo XIX, escribía lo siguiente refiriéndose a los festejos que rodeaban en nuestra tierra los primeros días de noviembre. «Se reunían las familias a jugar a la perinola, comiendo castañas y dulces, que saboreaban con buenas copas de vino rancio y con licores, en festiva francachela, cuentecillos chistosos y alegres bromas».
Los castañeros daban sus frutos precipitadamente en unos pocos días. Necesitan las lluvias para engordar y necesitan las lluvias para abrir los erizos y regar todo el suelo alrededor de sus troncos. Es semilla perecedera, no dura mucho, por lo que hay que proceder y apañarlas con presteza. A los mercadillos, a las casas llegaban por cestas para gentes y animales. Ya Viera y Clavijo decía que eran buen manjar parar engordar los cochinos.
Tanto el Halloween (víspera de Todos los Santos) como los Finaos (a partir de la víspera de los Fieles Difuntos) hunden sus raíces en las mismas tradiciones celtas, cristianas y aún anteriores; pero por razones obvias han tenido un discurrir diferente. Detrás de ambas se deja traslucir un arcano miedo a la muerte, mezclado con superstición, magia y esoterismo. La constancia histórica nos asegura que el emperador bizantino Focas hizo donación del célebre Panteón de Agripa, dedicado a todos los dioses, al papa Bonifacio IV en el año 608, que lo transformó en iglesia cristiana bajo la advocación de 'Santa María de los Mártires'.
Veintiocho carretas de huesos sagrados de mártires de inicios de la era cristiana fueron sacadas de las catacumbas y las osamentas colocadas en un recipiente de pórfido bajo su altar mayor. La fiesta de Todos los Santos comenzó desde entonces a celebrarse el 13 de mayo; el Papa Gregorio III en el 741 la cambió al 1 de noviembre y en el 840, Gregorio IV la elevó a Fiesta Universal. Para completar la tradición tal como nos ha llegado, el año 998 San Odilón, abad del Monasterio francés de Cluny, añadió la celebración del 2 de noviembre como fiesta en recuerdo de las almas de los católicos fallecidos, por lo que se denominó de los Fieles Difuntos.
A partir del Concilio de Trento, y como los protestantes negaban la existencia del Purgatorio, esta fiesta se afianzó aún más y los templos católicos se llenaron de cuadros de ánimas que dejaban bien claro lo que podían estar pasando nuestros fallecidos parientes y lo fácil que resultaba para nosotros salvarles; aunque estaba claro que, tal como recitaban antiguamente, «vale más una misa que doscientas velas que en el Purgatorio ya tienen candela».
Por ello, la conmemoración en recuerdo emotivo de los fallecidos, los fieles difuntos, los finados, se realiza el 2 de noviembre y las distintas formas de conmemorarlo comenzaban el día anterior, festividad de todos los Santos.
Es costumbre antigua, pues en 1525, en el testamento de Alonso Fernández de Lugo ya se establecía que el día de su fallecimiento y «el día de los finados se diga una vigilia e misa cantada».
En el Diccionario Histórico del Español de Canarias aparece reseñada una de las crónicas de Alonso Quesada en la que éste dice que «los señores de Galindo han celebrado sus finados. ¿Cómo? ¿Celebran sus muertos? No, no. Los muertos de ellos solos, no. Han celebrado los muertos en general. Se han sentado alrededor de una mesa y con dos o tres amigos se han puesto a comer castañas guisadas y ponche. Estos finados que celebran nuestros amigos más bien parecen nacidos, tal es el contento que ponen en guisar las castañas».
Se festejaban a partir del uno de noviembre. Los santos, un único día; los difuntos, todo el mes. Eran celebraciones diferentes según se viviera en ciudad o campo, según hubiera iglesia cerca o se viviera en un pago a kilómetros de la parroquia.
Por ejemplo, en 1912 en la Catedral de Santa Ana, los Santos se animaron con misa, orquesta y voces de la Filarmónica; la plaza se llenó de puestos de castañas y turrón y aumentó «el consumo de anís en homenaje de los finados». En cambio, en el campo, los rosarios que cerraban la jornada cuando anochecía se alargaban con las tradiciones ligadas a los finaos a las que se unían las personas que se invitaban o vivían cercanos.
Desde inicios de mes, se iba a los cementerios. Flores, rezos, limpieza de lápidas y nichos se complementaban antiguamente con el montaje de los altares, verdaderas joyas de artesanía efímera que algunas familias montaban, incluso con candelabros, velas, jarras y bordados junto a las tumbas de sus parentelas.
Como escribiera Batllori y Lorenzo, finados eran los panes de millo que se vendían por las calles y finados las castañas que se jugaban los chiquillos a la perinola. Y también así se llamaba el vino dulce, el ponche, el licor de anís, el mejunje, las manzanas francesas, los higos pasados, las primeras brevas, las nueces, los buñuelos; todo ello si se consumía en estos días era para «hacer un finao». También era costumbre en las familias con cortijos en el campo, traer de todo y regalarse entre ellas las mejores castañas, manzanas y demás condumios. Y los finaos, como golosinas, se jugaban en las casas a la perinola con el típico «pon, saca, deja, cruz».
Además, las casas se llenaban de luces por los muertos, las lamparillas o mariposas; aquellos trocitos de corcho circulares en los que se habían colocado pequeños pabilos y flotando sobre aceite y agua se prendían en recuerdo de nuestras ánimas añoradas, como alumbrando su camino en ese otro mundo desde el que nos miraban. Más anhelantes si lo hacían desde el Purgatorio, ya que si sus pecados eran sólo veniales, el primer sábado siguiente al de su fallecimiento, Nuestra Señora del Carmen los llevaría al cielo con el escapulario. María Dolores de la Fe, con su peculiar gracejo, decía que cuando era chica y chinchosa, se explicaba a sí misma que si un devoto moría antes de las doce de la noche del viernes, prácticamente gozaría de la bienaventuranza eterna en unas pocas horas; y los más retrasados vendrían siendo los que fallecieran en la mañana del domingo, que tendrían que esperar prácticamente toda una semana.
En medio de lluvias, juegos, rosarios y conversadas, las campanas de las iglesias de villas y ciudades doblaban sonora y permanentemente, recordando a todos lo de 'Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris'.
La celebración de los finados movía cultura, costumbres, cocina, literatura. Y hasta algún que otro 'Baile de difuntos', que, complementando misas y rosarios, se celebraban en algunas casas en los campos grancanarios.
Juan del Río Ayala escribió que esta celebración tenía visos «de un ancestral rito funerario enquistado en el cristianismo como residuo de viejas culturas paganas... Al fin esta práctica de los banquetes funerarios tiene otra trascendencia en las ofrendas de pan, cera y vino, hechas sobre las sepulturas de las iglesias en Canarias durante los siglos XVI, XVII y XVIII y aún señaladas en los testamentos en especialísimas cláusulas».
Todo esto comenzó a cambiar en torno a los años sesenta del pasado siglo. Modificaciones en costumbres, cuestiones religiosas y de otra índole casi las hicieron desaparecer; pero jamás en la visibilización de nuestra cercanía a los fallecidos en los cementerios. Esto se mantuvo. Volvieron nuevamente ya en los ochenta en lo festivo, pero modificados de hogareños a públicos; de familiares a institucionales; manteniendo parte de lo que les caracterizó durante siglos, pero cambiándolo de fecha y aderezándolos con taifas y otros componentes folclóricos; cuando ya las primeras celebraciones del Halloween empezaban también a estar presentes en las islas.
Terminando el mes de los muertos, comenzaba el Rancho de Ánimas su caminar de pueblo en pueblo, por veredas, iglesias y casas. Debía elevarse el alma profunda, el sentimiento más escondido, para comenzar a rozar ligeramente la sencilla, escueta y concentrada espiritualidad que nos ofrecían. El rancho se preparaba; las gargantas se aclaraban; la espada se afilaba con el viento para dar su mejor timbre; la mano nervuda, dura, del agricultor severo, se posaba tensa sobre el pandero y empezaba el rancho.
Los sones seculares, patinados con el lustre de años y años creando cultura, rasgaban como un suspiro el aire y su monótona y conmovedora salmodia principiaba, a la vez terrena y espiritual, a lanzar para Dios y para hombres y mujeres sus palabras repetidas y nuevas. Un choque brusco nos conmovía. Los surcos de la tierra que ocupaban durante el día a muchos de estos rancheros y rancheras son sustituidos, en un momento singular que experimentan casi sin darse cuenta, tanto ellos como los que les escuchaban, por los surcos del espíritu; y su cosecha, renovada año tras año, era la absoluta certidumbre de estar haciendo algo bueno. Algo bueno para el alma y bueno para la tierra que les sustentaba.
La Academia Canaria de la Lengua nos aclara que en la palabra finao se refleja la caída de la -d- intervocálica que es frecuente en el habla popular de muchas zonas del archipiélago, sobre todo en la terminación -ado. En algunas islas, muy particularmente en Gran Canaria, se ha normalizado el uso descrito, y puede escucharse o leerse en registros formales, como son los propios de la prensa o de la comunicación institucional, sobre todo en la expresión Fiesta de finaos o Los finaos. Tras ello se encuentra muy probablemente la intención de destacar el carácter tradicional y popular de esta celebración. En la isla de Tenerife, donde es menos frecuente, en términos generales, la caída de -d- intervocálica en el habla popular, se mantiene Fiesta de finados en el uso oral y escrito. Nos encontramos ante el nombre de una celebración particular, por lo que puede admitirse también el uso escrito finaos frente a finados.
Esta fiesta es consustancial con los valores más profundos de Canarias como comunidad social y cultural. Mantenerla es mantener esos valores que definen a los hombres y mujeres de nuestra tierra.
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para registrados.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para registrados
¿Ya eres registrado?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.