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Después de luchar, desde 2021, contra un cáncer de pulmón que sigue ahí, pero bajo control, este miércoles José Miguel Pérez (1957) regresa a lo que hizo durante tantos años, algo que echa mucho de menos y que afronta, según confiesa, con ilusión pero también con nervios. Eligió la sede de la Fundación Juan Negrín para la entrevista, una elección que es una declaración de intenciones, pues entiende que hay que seguir batallando para conocer y reivindicar la figura del grancanario en sus diferentes facetas: científico, político y humanista. Y porque, como historiador, le apasiona enseñar las cajas repletas de documentos del archivo de Negrín que quedan por descubrir.
–En mayo hay elecciones. ¿Se le ha pasado por la cabeza volver a la primera línea de la política? ¿Le veremos en alguna candidatura, aunque no sea en primeros puestos?
–(Sonrisas). No, no. Ni voy a ir en ninguna candidatura ni lo echo de menos. Si puedo colaborar en algo, ya saben que estoy en disposición de hacerlo, sobre todo si es por Carolina Darias, con quien tengo una magnífica relación de hace muchísimos años.
–Pero supongo que no deja de ser un político. ¿Es de los que piensa que hay que ser político incluso aunque no se esté en primera línea?
–La política ha sido el objetivo de gran parte de mis investigaciones históricas, no exclusivamente pero sí en gran medida: la historia de la política. En un momento determinado me ofrecieron, en dos ocasiones, encabezar la candidatura al Cabildo y yo tenía muy claro, cuando dije que sí, que aquello tenía un tiempo de entrada y de salida. Hubo después un momento en que pensé que me quedaba un mandato más allí, pero pasó lo que pasó: quien iba a ser candidato a presidente y secretario regional fue destinado a otro sitio, y me presenté yo. Pero sigo escudriñando la política contemporánea, aunque ya desde los ojos del historiador.
–Desde esos ojos de historiador, ¿cómo cree que se analizará el momento político español actual dentro de cien años? Lo digo pensando en quienes lean, por ejemplo, las actas del Congreso.
–¡Uff! Hay muchas cosas que están ahí que ojalá no estuviesen, pero hay que dejarlas ahí porque es el testimonio real de lo que allí ocurrió. Hay etapas y momentos diferentes; no creo que estemos en la mejor etapa de lo que debe ser el trabajo en el Congreso, pero tenemos lo que tenemos. En general, creo que estamos atravesando una etapa que tiene un largo recorrido, desde la Segunda Guerra Mundial en adelante, que afecta a toda Europa, y que no sigue un desarrollo -digamos- lineal.
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–¿Se le pasaba por la cabeza estar asistiendo a un conflicto bélico en Europa como el de Ucrania?
–No, porque, para mí por lo menos, con la Guerra de los Balcanes Europa había entrado en conciencia de hasta dónde podía llegar el salvajismo. Creíamos que se había aprendido de esto, pero es que con las guerras mundiales pensábamos que se había entendido que nos podemos autodestruir, porque tenemos la capacidad técnica para hacer desaparecer el planeta. Sin embargo, en un lugar determinado a alguien se le ocurre empezar una guerra y, como todas las guerras, se sabe cómo se inicia pero no se controla. Si Putin pensaba que aquello era un paseo militar, vemos que no es así; si pensábamos que era solo para recuperar territorio, vemos que tampoco es así, porque está el papel en paralelo de China y Estados Unidos, con su confrontación. Hacer ahora un pronóstico es casi imposible.
–Volviendo a España, esos enfrentamientos dialécticos en términos gruesos, que hemos oído en el Congreso y que están, como señalaba antes, en el Diario de Sesiones, ¿obedecen en parte a un desconocimiento de lo que fue la Transición?
–Sin duda. Con el escudo de presentarse como algo distinto y válido para dar respuesta a los problemas nuevos que se han generado, ha salido siempre el recurso al pasado, a la justificación del pasado. Me hace gracia cuando algunos pusieron a caldo la Transición sin haber leído un solo libro de estudios comparativos sobre lo que representó aquella etapa, para España o para Latinoamérica, por ejemplo. Fue lamentable, en mi opinión, descalificar la Transición como hicieron algunos. ¿Porque se desconocía? Con toda seguridad. ¿Porque se intentó justificar con ello algunas posiciones del presente en términos peores de lo que sería una democracia avanzada y liberal? Pues sí, también. ¿Se está confundiendo la política con, exclusivamente, la lucha por el poder? También.
–La Fundación Juan Negrín, en cuya sede se hace esta entrevista, es un ejercicio práctico de memoria histórica. Pero esa memoria histórica es cuestionada en España. ¿Hasta qué punto algo se hizo mal en ese proceso que ha dado pie a la crítica? Cada poco encontramos a gente que dice abiertamente: «¡Otra vez a hablar de la Guerra Civil y a sacar a pasear a los muertos!»
–En eso hay una excepcionalidad española. No culparía a quienes en aquel momento decidieron que ciertos temas no volvieran a sacarse a la luz. El propio Negrín tiene algunas frases interesantes sobre esto: era consciente de que la Guerra Civil fue un horror, una carnicería, y trató de alguna manera de llegar a un acuerdo, a sabiendas de que iba a ser imposible. Lo que dijo en aquellos momentos es que estaba dispuesto a negociar y conocemos sus propuestas. ¿Qué pasó? La derecha ganó, obtuvo el poder durante mucho tiempo, y aquello se olvidó. Mucha gente que había estado con la República, bien por miedo o por lo que fuera, decidió apartar aquel recuerdo. Pero esto no quita para que sepamos que fue una dictadura, que se mató a muchas personas, para que encontremos los restos de miles de personas, y me da igual de un bando o de otro, y que sus familias puedan hacerle un digno entierro. En eso, la izquierda en aquellos años fue generosa, pero la derecha debió haber escenificado una cierta ruptura con la dictadura, una ruptura pacífica, pero una ruptura. Y a veces en sus discursos te encuentras con que no está dispuesta a eso, que siguen con la misma cuestión. También en ciertos sectores de la izquierda te encuentras con interpretaciones que te llevan a preguntarte: ¿de dónde han sacado esto?
–¿Los monumentos franquistas es necesario desmontarlos, a los lugares hay que cambiarles su denominación?
–Depende de cada caso. Cuando se quitó la placa del Gobierno Militar en Las Palmas, que estaba en un edificio institucional, lo que decía aquella placa no era solo recordar lo que allí pasó, sino que homenajeaba a una parte que hizo lo que hizo: aquello fue terrible, cómo salieron de allí, infiltraron a gente donde estaban las autoridades democráticas y en un par de días desmontaron la posibilidad de resistir democráticamente. ¿Era bueno tener aquella placa o no? En mi opinión se puede explicar lo que pasó sin hacer honor a ello e implicar así al Ejército en esa disyuntiva.
–¿Y el nombre de las calles?
–Si me dicen: ¿sería bueno quitarle el nombre de la calle a Juan de la Cierva, el inventor del autogiro? Pues no; fue un ingeniero potable y aunque luego hizo lo que hizo con sus decisiones políticas, pues yo no se lo quitaría. Curiosamente, cuando Manuela Carmena fue alcaldesa de Madrid y hubo una revisión de nombres de calles, desde el Ayuntamiento se le dijo a la Fundación Juan Negrín que le iban a poner una calle a Negrín. Cuando vi en la prensa los nombres de las nuevas calles, el único que había desaparecido era el nombre de Negrín. ¡Qué casualidad!
–¿Y el Valle de los Caídos? ¿No se trata de derribarlo sino colocarlo en su contexto? Y que quien vaya allí, sepa la verdad.
–Sí, sí. Por un lado está la dificultad de sacar de allí a los muertos, que son de los dos lados, pero hay que hacer el esfuerzo para que las familias tengan los restos. ¿El monumento en sí? Si los faraones hacían pirámides para enterrarse, Franco se hizo su propia pirámide (sonrisas). Pensado así, pongámonos en la Alemania actual o la Italia actual y nos encontramos con un monumento para Hitler o para Mussolini. ¡Lo bombarderían sobre la marcha! (sonrisas). Sin embargo, vas a un campo de concentración, donde apenas hay edificios, y sin embargo la memoria está colocada.
–¿El historiador sigue encontrando la verdad más en el relato de los vencidos y menos en el de los vencedores?
–Sí. Solemos estar demasiados predispuestos a que nuestras ideas de entrada vayan para un lado o para otro. Es un gran peligro que tiene la historiografía. En la Fundación Juan Negrín lo que estamos haciendo es, por un lado, rescatar una figura de la que se ha dicho de todo, menos bonito, por la izquierda y por la derecha, y en segundo lugar porque, si no, no entendemos lo que pasó. Nuestra obligación es llegar a entender qué ocurrió, nos guste o no nos guste.
–¿Cómo contará un historiador lo que vivimos en 2020, con una pandemia?
–Ya se apuntó la posibilidad de que nos encontrásemos con eso. Algún libro ya apuntó la posibilidad de nuevas guerras, crisis demográficas, un proceso de globalización que afectase no solo a la economía, sino también a la información, y también por supuesto nuevas enfermedades que se llevasen a mucha gente por delante. En la Edad Media, para que una pandemia llegase de un lado a otro, pasaban años; aquí ya vimos que en 24 horas estaba de una punta a otro del mundo.
–Al menos la pandemia ha servido, en el caso de España, para abrir los ojos ante la importancia de lo público.
–Sí y no. No en el sentido de que temo que no valoraremos la importancia que tiene la ciencia y la investigación en todos los campos y en todos los terrenos cuando transcurra un poco de tiempo. Tenemos un sistema público que funciona bien, contando en ello con los centros sanitarios concertados, pero la gran pregunta es: ¿tendremos cabeza suficiente para prepararnos ante lo que se nos puede venir encima? No lo sé. Lo veremos en los Presupuestos de los próximos años. Veo que el actual Gobierno sí lo ha hecho y no lo digo porque mi amiga Carolina sea la ministra. A Carolina le digo que lo mejor que ha podido hacer es buscar el consenso, y estoy seguro de que, salvo una comunidad autónoma, con el resto se ha llegado a acuerdos. Y ha sido así salvo una comunidad muy centrada en la geografía española.
–Vuelve a las aulas tras el parón por la enfermedad. ¿Cómo lo afronta?
–Pues confieso que con bastante...
–¿Cómo el alumno que empieza el curso?
–(Sonrisas) Sí. Con cierto nerviosismo, como si fuera a dar mi primera clase.
–Acójase al precedente de Fray Luis de León: «Cómo decíamos ayer...»
–Sí, sí. Por un lado tiene la parte positiva de que el oncólogo que me lleva me ve en condiciones y eso que no ha sido fácil llegar a este punto. Pero hace unos meses que empezamos a hablar de esta posibilidad y yo venía insistiendo en ello con él y con mi familia.
–¿Qué ha aprendido de la enfermedad?
–Pues muchas cosas. En los tres primeros meses lo pasé muy mal, con incertidumbre, con miedo. Tuve que cambiar radicalmente de vida. Yo iba siempre a toda pastilla, hacía muchas cosas a la vez, y frenar y llevar una vida lenta me costó mucho. Dejar de hacer las cosas que hacía me costó mucho, en lo profesional y en lo familiar. Pasados esos meses, aprendí una cosa muy importante: no sabía que tenía tanta gente alrededor que me quería. Yo fui discreto con esta cuestión y sin embargo recibía llamadas de mucha gente que no sé cómo se enteraban. Gente a la que no veía hace años me escribían, me daban ánimos y me querían, y eso, junto con mi familia, ha sido de lo mejor que me ha pasado. Y ahora intento pensar en algo que no es fácil: enfrentarme a lo que se han enfrentado todos los que nos han precedido... y yo, desde luego, no voy a vivir eternamente. Eso no nos lo planteamos nunca pero no quiero hacer un duelo por mí, sino todos los días dar lo mejor que pueda dar, tanto por mí como por la gente que está alrededor y la sociedad en la que vivo.
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