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Uno de los grandes logros del feminismo es que nos demos cuenta de quien mata, agrede, viola o abusa de mujeres y niñas, muchas veces ... de su propia familia, sus hijas incluso, no es un enfermo ni un monstruo. Lo puede hacer cualquier hombre que vea esos cuerpos como cosas de las que puede disponer a su antojo. Es lo que hizo el marido de Gisèle Pélicot, cosificarla ofreciéndola a medio centenar de hombres, que sepamos, que igualmente solo veían un cuerpo sedado y dócil del que poder abusar.
Cualquier mujer o niña puede ser la víctima, da igual edad, profesión, nivel educativo o económico. Y tampoco hay un perfil del maltratador más allá de que sea varón.
Esta semana el ya exdiputado Íñigo Errejón ha abandonado la política tras ser acusado de violencia machista. «La política genera una subjetividad tóxica que en el caso de los hombres el patriarcado multiplica», decía el político en una carta en la que daba cuenta de su dimisión.
Dedicarse a la política, aún en tiempos tan enconados como los de la última década, no justifica que uno sea un maltratador. Lo que ocurre es que, si uno ya viene de casa siendo un inmoral, la política le permite desarrollar esa «subjetividad tóxica» de la que habla el exdiputado. Pocas veces llega a la clase política una persona preparada para rechazar la cosificación de la ciudadanía. Los niños, niñas y mujeres de Gaza «son cosas» que no importan a la comunidad internacional. Las mujeres afganas son «cosas» que pueden quedar aisladas para no abrir otro polvorín. Las personas migrantes «son cosas» que podemos hacinar en «campamentos» sin atención médica básica. Incluso si mueren, como el joven maliense Diallo Sissoko, son «cosas» que hay que enterrar porque nadie ha tenido la culpa.
La política cosifica, pero solo si uno o una ya viene dispuesto a aceptarlo.
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