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El hecho principal, una mujer violada por al menos 51 canallas indeseables, en un periodo temporal de una década. Cómplice de semejante barbaridad, protagonista esencial por ende, el marido de la víctima, un despreciable individuo, que entre la comunidad no aparentaba ser tal, quien por uso y costumbre se dedicaba a drogar a su compañera de vida, para que quedara en coma y no pudiera tener conciencia firme de los abusos que padecía. Y como aspecto anexo crucial, pruebas gráficas en abundancia, encontradas de manera casual por agentes policiales, que de inicio no daban crédito a lo hallado.
Así descrito, parece el argumento literario o cinematográfico de una mente calenturienta. Sin embargo, resulta que lo expuesto es el fundamento del juicio que se ha empezado a celebrar en París, con previsión de que dure varios meses. Como eje central, Gisèle Pélicot, una persona capaz de estar dispuesta a ser el referente de muchas otras mujeres que han sufrido abusos y no han podido ser reconocidas como víctimas.
Dar semejante paso es muy digno de halago, pues estamos ante una persona dispuesta a sacrificarse en el propósito de lograr una sociedad mejor. Cualquier mortal común, ante semejante drama, muy probablemente llevaría tiempo padeciendo una depresión superlativa, sin ganas de articular palabra, reclamando que las miradas sean esquivas, mientras igual está cavilando cómo buscar venganza. En la vista quedó claro el jueves que Gisèle hace frente a demonios interiores, constantemente, llegando a dejar patente que vive dentro de «un campo de ruinas». Sin embargo, por fortuna, cada mañana ha tenido las fuerzas suficientes como para seguir en pie, evidenciando en primer término la capacidad de superación que puede distinguir a los seres humanos que pueden ser considerados tales. Al otro lado, si acaso, bestias.
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