Una y otra vez, la emigración irregular vuelve a las conversaciones de la gente y a la política. Las últimas semanas, la llegada a Canarias de cayucos con migrantes de toda edad y condición ha ocupado incontables portadas. ¡Hasta el Papa se está pensando visitar las islas! Los analistas afinan cada vez más sobre las dificultades que acarrea su acogida. Por número, por edad, por estado de necesidad, por seguridad, por diversidad cultural, por situación familiar… el hecho es presentado como el problema número uno de la sociedad española. No pocos consideran que la cuestión catalana o los requiebros constitucionales son poca cosa en su comparación. Entre sus variantes cobra vuelo la cuestión poblacional y cultural; es decir, son necesarios laboralmente y, a la vez, representan todo un reto cultural; en el 2050 la población española de origen extranjero será del 40% y, en su mayoría, identificada con «otra» visión de la libertad, la familia, la convivencia y la religión.
El debate político se configura alrededor del trato ofrecido a los irregulares, sobre todo, a los menores; cuántos son, por qué vienen, cómo llegan, qué dificultades plantean… Tal es lo que nos urge de continuo. Hasta tal punto se está enredando la comprensión teórica y política del movimiento irregular de migrantes que izquierda y derecha se han querido diferenciar por la respuesta al dilema de acogerlos o expulsarlos; pero si hasta ayer cada posición política parecía decantarse por un lado del dilema, hoy ya no es así; ambas presentan una diferencia de matiz en el ritmo y el modo de reducir o erradicar la irregularidad, mas no en el hecho de deportarlos si son mayores. Pedro Sánchez lo ha dicho. Sea en origen, subvencionando a los Estados policía de salida y paso, sea en destino, acelerando los procesos de expulsión, (felizmente) nada fáciles, se puede decir que emerge una máxima común de que 'sin papeles no hay manteles'.
Ya era evidente el reto de los menores no acompañados (cierto), y el de la seguridad ciudadana (bastante exagerado), y el de los abusos en las ayudas sociales (más exagerado), también el de xenofobia (evidente a menudo) y, sobre todo, la aporofobia (los pobres sobran en todas partes y si son ajenos, mucho más). Todo esto existía y existe, pero el reto está dando un salto cualitativo en magnitud y rechazo social. Una expresión de nuestra esquizofrénica conciencia social (buen corazón, gratis y sin molestias) y un reto electoral de vértigo (¿qué da y quita votos?).
Este largo recuento de claves nos lleva a recordar que todos estamos interpelados por el respeto del hecho mismo de la emigración irregular, tratando de entenderlo honestamente y de resolverlo en la parte que nos toca. Es una obviedad, pero estoy seguro de que el primer esfuerzo teórico es comprender el hecho social, y el primer error, tener las respuestas en la boca antes de pensar en él. Alrededor de este momento primero, de forma instintiva más que pensada, han ido surgiendo ideas que destrozan cualquier posibilidad de actuar bien.
Esto significa que hay lugares comunes que nos impiden de antemano buscar un juicio equitativo y, por eso mismo, civilizado. Porque se trata de vivir en humanidad, ¿no? Hablo de lugares de partida o subterfugios como que «nada se puede hacer si son irregulares y, por ende. no cumplen la ley»; o añadir que plantearse alternativas es «engordar las mafias y el efecto llamada»; o proseguir con que la solidaridad no se puede imponer: «soy libre»; o «llévalo a tu casa»; o la máxima de que los derechos de las personas lo son en el marco de su Estado; o que la mayoría no son refugiados, sino migrantes que buscan mejor trabajo y ventajas sociales; o «ellos arruinan nuestra identidad cultural cristiana y democrática»; o se cuelan los más violentos y malogran nuestra seguridad; o que no podemos hacernos cargo de los pobres ajenos, «ya tenemos los nuestros»; o las guerras las provocan sus religiones fanáticas y sus élites corruptas; o ellos harían lo mismo con nosotros, así es la vida; o salvar a Europa lo exige. Estos lugares comunes nos delatan cuando son el punto de partida de nuestra supuesta humanidad. El dilema entre ser buenistas, que se dice con desprecio, y ser humanos, que todos queremos, se juega en cuestionar a fondo estos lugares comunes de una realidad que se revela que así no.
No hay soluciones fáciles ni baratas. Pero no podemos volver sin más a ninguna normalidad sin emigrantes irregulares porque el mundo como lo conocíamos no es normal. Era y es una aberración tan injusta como violenta; eso sí, aceptada con la mejor conciencia. Vamos a objetivar con sinceridad lo que nos pasa. No es fácil ni gratis, pero es justo.
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