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La invasión terrestre del Líbano por el ejército israelí ha devuelto a las portadas el conflicto que se vive en Oriente Próximo, con genocidio incluido de los palestinos, y, con ello, resucita a los defensores a ultranza de la política belicista de Netanyahu, empeñado en reducir a todo un Estado legítimo y democrático como Israel a las formas y maneras de un cruel grupo terrorista. Y es que, en la práctica, Israel se está comportando como aquellos terroristas a los que pretende enfrentarse.
Siempre que escucho a sus voceros me asalta la misma reflexión: ¿es posible defender la postura, sea la que sea, de un Estado o de un grupo terrorista, si sus acciones implican la muerte indiscriminada de civiles inocentes? A mí me parece obvio que no. Una niña nunca merece morir. Debería conllevar la más enérgica condena, la perpetre un Estado o un grupo terrorista.
¿Por qué entonces la legitiman los que defienden a Israel? ¿Acaso son salvajes psicópatas o, tal vez, simples ignorantes presas del fanatismo? No, tampoco lo creo. La clave está en cómo unos y otros interpretan a las víctimas. El grupo terrorista las cosifica. Israel y sus voceros, también.
Eso explica que los mismos que te relatan con dolor, y con la necesaria y lógica empatía humanitaria, las salvajadas que los terroristas de Hamás cometieron con ciudadanos israelíes inocentes en la masacre del 7 de octubre, luego te reducen a eufemismos deshumanizantes, tipo daños colaterales o errores, el asesinato de la niña hija del miembro de Hezbolá a la que le estalló el busca cuando se lo acercaba a su padre, o el de los 11 niños que un bombardeo israelí mató en el colegio de Al Daraj, en Gaza capital, considerado un refugio de Hamás. Fue un «ataque de precisión», dijeron. Y con eso limpian sus conciencias.
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